lunes, 17 de agosto de 2009

Cádiz (no hay dos sin tres)


En los últimos años ha sido raro el verano que no he parado al menos unos cuantos días en Cádiz, (o en Zahara, o en Chiclana, o en el Palmar, o en Conil). Y aunque la playa nunca me ha apasionado, siempre he defendido este rinconcito del sur como el mejor destino veraniego dentro de la Península. Pero ha sido este año cuando de verdad me he dado cuenta de lo que me gusta Cádiz, de lo bonita que es, de su buen rollo, y de la calidad humana de la gente que conozco y que es de aquí.
Cádiz ni siquiera tiene una definición clara en términos geográficos. Miren lo que dice la wikipedia:
El conjunto formado por Cádiz y San Fernando está separado de la Península Ibérica por el Caño de Sancti Petri. Históricamente ha sido desde un pequeño archipiélago (llamado Gadeiras), a una sola isla, situación en la que se debate si se encuentra en la actualidad. Ésta particularidad hace que sea difícil definir su condición geográfica, aunque hoy día recibe un plan de tratamiento insular. Fue bautizada por Lord Byron como Sirena del Océano y se la conoce popularmente como la Tacita de Plata.
Será por eso que en Cádiz, tan pequeñita y apretujada como está, cabe casi de todo. Este verano mi cuerpo y mi corazón, que se están recomponiendo poquito a poco, han recalado ya dos veces en la tacita de plata. Entre medias, Barcelona, Madrid, Fuengirola, Sevilla y Escocia. Pero no hay dos sin tres. En unos días volveré a Cádiz, y tal vez mi alma se enmende del todo sobre la arena blanca de la playa de la Victoria, o frente al Levante traicionero, o en un coche aparcado en la Punta de San Felipe (que nunca se sabe, jeje).

Qué gracia que yo, que siempre he denostado mis orígenes andaluces, logre recomponer ahora el rompecabezas del último año al son de ese acento del sur del que salí huyendo hace ya una década.

Lecturas ligeras para el verano (2)



Paseando por la noche fuengiroleña, con la camiseta pegajosa y los pies manchados de negro por culpa de esa arena impregnada en alquitrán, te encuentras con puestos de abalorios jipis, gafas de sol falsas y libros de ocasión. Todo de usar y tirar. El verano en su máximo esplendor.
En uno de esos puestos me compré Tristezas de amor por 5 euros. No lo compré sólo por el tema, una especie de reciclado y conglomerado literario de la revista Hola (lo cual para la playa está de lujo, y si es Fuengirola todavía más), sino porque la autora es Marta Rivera de la Cruz, a la que conocí en persona como ya conté en otro post. No voy a juzgar a la autora por este libro, porque está claro que es material de encargo, y porque ya lo hice con una de sus novelas en este otro post. Sí puedo decir que el libro se lee en un día, y que me ha recordado mucho a Pasiones de Rosa Montero, otro que se lee en un periquete, si bien creo recordar que tenía algo más de calado emocional (aunque también puede ser que cuando lo leí, de adolescente, mi sentido crítico apenas estaba desarrollado).

Lecturas ligeras para el verano (1)



A cien millas de Manhattan es un libro muy divertido y a rebosar de anécdotas y curiosidades sobre la vida americana. Se lee solo, y a excepción de algunos pasajes, como el de la pesca en Alaska (ya casi al final del libro), es muy divertido. Guillermo Fesser da una visión complaciente del modo de entender la vida de los americanos, pero es que esta complacencia se hace ya casi necesaria, porque desde hace décadas parece que lo único plausible es alzar la ceja y despreciar el American way of life, que tendrá lo suyo de chungo, vale, pero que también tiene mucho de lo que podríamos aprender desde esta decadente Europa.
La primera vez que leí una voz parecida en este sentido fue con El planeta americano, de Vicente Verdú, que es el complemento ideal al libro de Fesser, pero en forma de ensayo. El planeta americano lo leí hace muchísimo, pero recuerdo que era también divertidísimo, y que Verdú no juzgaba a los americanos, sino que analizaba esta sociedad resaltando tanto lo bueno como lo malo, y explicaba además que mucho de eso que veíamos malo tenía su razón de ser y su lógica, porque aunque sigamos alzando la ceja, el ojo europeo no es, señores, el ojo que todo lo puede.

Up, tridiemocional


Las dos últimas pelis que he visto en el cine han sido la misma, Up. La segunda vez la he visto en 3D, y aprovecho para decir que no sé por qué se le está dando tanta coba a esto del 3D, que para mí no aporta prácticamente nada. Encima, en el caso de Up, lo del 3D es una chorrada, porque aunque lo visual en esta peli es un puro deleite, lo que la convierte en una obra maestra es, como siempre con lo que hace Pixar, esa capacidad de saber contar historias con una maestría que no tiene parangón ni el el cine de animación ni el el cine tradicional de hoy en día. Up es formalmente impecable, pero la valía de esta película está en lo que cuenta, y en esos personajes maravillosos que se salen de la pantalla y se te quedan en la retina y en el corazón, tridimensionales y tridiemocionales por sí solos, y sin necesidad de esas enormes gafas que nos dieron el otro día en el cine.

El inesperado bálsamo

¿Recordáis cuando puse verde a Jaime Bayly por ser un frívolo y un superficial? Fue con su novela El canalla sentimental, y no me retracto de lo que dije en su momento. Pero hete aquí que ahora me he leído otro de sus libros y me he encontrado con todo lo bueno que tenía El canalla (que lo tenía), pero también con una calidad humana que en aquel libro brillaba por su ausencia.
Ha sido con Y de repente, un ángel, una novelita muy sencilla y con pocas pretensiones, que se lee en un pispás, pero que es pura ternura. Bayly habla sobre pérdidas y recuperaciones, sobre el rencor y el perdón, y aunque trata temas muy duros, lo hace desde una óptica optimista, que nada tiene que ver con el decadentismo chungo que rezumaba el otro libro.
Ese ángel al que se refiere el título es todo un hallazgo literario: la cholita Mercedes, un personaje que es el vértice de la novela y que es puro corazón. Y atención a su manera de hablar, puro peruano que Bayly capta con tremenda gracia, y que me ha recordado a aquella carta que Pochita, la de Pantaleón y las visitadoras, le escribía a una amiga en el libro de Vargas Llosa.
Fíjate tú, en este momento de pérdidas en el que mi alma necesitaba un bálsamo, ha sido el cínico y canalla de Bayly quien me lo ha dado.

viernes, 14 de agosto de 2009

Alba, tú nos ves, ¿verdad?









Alba, ¿verdad que tú nos ves?

Sí, tú me ves.
Y yo creo oír, sí, sí,
yo oigo en el cielo
despejado de Hoyo,
endulzando todo
el encinar de La Cabilda,

tus tiernos estornudos lastimeros...

Para Alba, perseguidora de ángeles...

La muerte

Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié hablándole, y quise que se levantara...
El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano arrodillada... No podía... Entonces le tendí su mano en el suelo, lo acaricié de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico.
El viejo Darbón, así que lo hubo visto, sumió la enorme boca desdentada hasta la nuca y meció sobre el pecho la cabeza congestionada, igual que un péndulo.
—Nada bueno, ¿eh?
No sé qué contestó... Que el infeliz se iba... Nada... Que un dolor... Que no sé qué raíz mala... La tierra, entre la yerba... A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza...
Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba una bella mariposa de tres colores...


Nostalgia

Platero, tú nos ves, ¿verdad? ¿Verdad que ves cómo se ríe en paz, clara y fría, el agua de la noria del huerto; cuál vuelan, en la luz última, las afanosas abejas en torno del romero verde y malva, rosa y oro por el sol que aún enciende la colina?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
¿Verdad que ves pasar por la cuesta roja de la Fuente vieja los borriquillos de las lavanderas, cansados, cojos, tristes en la inmensa pureza que une tierra y cielo en un solo cristal de esplendor?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
¿Verdad que ves a los niños corriendo arrebatados entre las jaras, que tienen posadas en sus ramas sus propias flores, liviano enjambre de vagas mariposas blancas, goteadas de carmín?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
Platero, ¿verdad que tú nos ves? Sí, tú me ves. Y yo creo oír, sí, sí, yo oigo en el poniente despejado, endulzando todo el valle de las viñas, tu tierno rebuzno lastimero...


El borriquete

Puse en el borriquete de madera la silla, el bocado y el ronzal del pobre Platero, y lo llevé todo al granero grande, al rincón en donde están las cunas olvidadas de los niños. El granero es ancho, silencioso, soleado. Desde él se ve todo el campo moguereño: el Molino de viento, rojo, a la izquierda; enfrente, embozado en pinos, Montemayor, con su ermita blanca; tras de la iglesia, el recóndito huerto de la Piña; en el poniente, el mar, alto y brillante en las mareas del estío.
Por las vacaciones, los niños se van a jugar al granero. Hacen coches, con interminables tiros de sillas caídas; hacen teatros, con periódicos de almagra; iglesias, colegios...
A veces se suben en el borriquete sin alma, y con un jaleo inquieto y raudo de pies y manos, trotan por el prado de sus sueños:
—¡Arre, Platero! ¡Arre, Platero!