sábado, 23 de octubre de 2010

Correr

Sí, es innegable. Este blog no pasa por su mejor momento. Estancamiento creativo, diréis unos. Hastío, diréis otros. Hasta yo lo he llegado a pensar. Pero no lloréis por mí. Últimamente me ha dado por correr. Sí sí, correr. Correr todos los días, mientras escucho a Bebe o a Macaco (¡a Macaco!) en los cascos. Y ansiar ese momento en el que me aíslo del mundo y dejo de pensar, y sólo siento el sudor y el agotamiento físico. Quién me lo iba decir, hace dos años, cuando estaba tan enfrascado en este blog, buscando lecturas que comentar, obras de teatro que criticar y músicas que recomendar.

¿Estancamiento creativo? En una entrevista que leí hace tiempo, Günter Grass decía que si fuera feliz, no se sentaría a escribir cada día; se pondría a comer pipas tan ricamente en la puerta de su casa. Que era precisamente la desazón, la infelicidad (o la falta de felicidad plena) lo que le convertía en escritor.

¿Hastío? También me acuerdo de Terenci Moix.. Aquí, en este mismo blog, escribí sobre "ese Tiempo y esa Muerte que arrasan con todo, y esa esperanza que sólo el Amor concede", en una especie de post-oráculo de mi propia vida.

Así que no os preocupéis demasiado, amigos lectores. No hay tal estancamiento ni tal hastío. Es sólo que la vida a veces nos depara mejores cosas que leer, ir al cine o estar frente a un ordenador, y me voy a dar el permiso de disfrutarlas. Un gran abrazo a todos, y especialmente a ti, Pepa, porque este blog empezó en tu nombre, y tú eras la primera en la que pensaba cada vez que escribía aquí.

PS: Y aun así, no me resigno a contaros que estoy con Delibes, y que nunca pude imaginar que de Castilla pudiera salir un mago de las palabras y un retratador de la realidad a la altura de García Márquez (que lo está).

martes, 19 de octubre de 2010

Delibes vs. el mito

Durante los dos primeros años, el Nini acompañó a los extremeños a talar el monte de la vaguada y desenraizar los matos de encina. Antes hicieron esto en Torrecillórigo, aunque ahora eran empleados del Estado dedicados a la ardua tarea de la repoblación forestal. La repoblación forestal era la obsesión de los hombres nuevos y cuando la guerra, apenas a las veinticuatro horas de estallar, se organizaron brigadas de voluntarios con el fin de convertir la escueta aridez de Castilla en un bosque frondoso. No había tarea más apremiante y los prohombres decían: «Los árboles regulan el clima, atraen las lluvias y forman el humus, o tierra vegetal. Hay, pues, que plantar árboles. Hay que hacer la revolución. ¡Arriba el campo! ». Y todos los hombres de todos los pueblos de la cuenca se desparramaron ilusionados, la azada al hombro, por las inhóspitas laderas. Pero llegó el sol de agosto y abrasó los tiernos brotes y los cerros siguieron mondos como calaveras.
Guadalupe, el capataz de los extremeños, que, pese a su nombre, era un muchacho atezado y musculoso, con bruscos y ágiles ademanes de gitano, les dijo de entrada a los mozos del pueblo en la taberna del Malvino que venían dispuestos a convertir Castilla en un jardín. El Pruden se había sonreído escépticamente y el Guadalupe le dijo: «¿Es que no lo crees?». Y el Pruden respondió melancólicamente: «Sólo Dios hace milagros».
Los extremeños comenzaron el trabajo por la Cotarra Donalcio y en pocos meses la motearon de pimpollos, como la cara de un hombre picado de viruelas. Pero tan pronto concluyeron, un sol implacable derramó su fuego sobre la colina y los incipientes pinabetes comenzaron a amustiarse y a las dos semanas un setenta por ciento de los arbolitos trasplantados estaban resecos y chascaban al pisarlos como leña. Los supervivientes se defendieron unas semanas aún, pero al poco tiempo perecieron también calcinados y la faz de la Cotarra Donalcio volvió a ser tan adusta y hosca como antes de dejar su huella allí los extremeños. El yeso cristalizado brillaba en el borde de las hoyas de greda, y Guadalupe, el Capataz, al divisar los guiños del cerro desde los bajos juraba y decía:
–Todavía se cachondea el marica de él.
 Hablaban de los cerros con rencor, pero, pese al estéril resultado, no cejaban en el empeño. A veces aparecía por el pueblo el ingeniero, que era un hombre campechano aunque con esa palidez que contagian las páginas de los libros a quien ha estudiado mucho y, entonces, se reunía con los doce extremeños en la taberna del Malvino y les arengaba como el general a los soldados antes del combate:
–Extremeños –decía–, tened presente que, hace cuatro siglos, un mono que entrara en España por Gibraltar podía llegar al Pirineo saltando de rama en rama sin tocar tierra. Con vuestro entusiasmo, el país volverá a ser un inmenso bosque.
El Pruden v el Malvino cambiaban una mirada de inteligencia. Tras la visita del ingeniero, que bebía con ellos como un igual, los extremeños acrecían sus esfuerzos, ahondaban las hoyas de cada pimpollo para que sirviera de recipiente a las aguas pluviales y les protegiera del matacabras, pero las lluvias no se presentaban y, al llegar julio, el pimpollo se asaba en el hoyo como un pollo en su propio jugo.

Miguel Delibes, Las ratas