En estos días que corren, y en una ciudad moderna y cosmopolita y llena de opciones como Madrid (o Londres, o Berlín, o Nueva York, da igual), hay miles de opciones y subgrupos a los que adscribirse (moderno, jipi, gafapastero, gay, cani de barrio, choni, pokero, emo, gótico, mod, indie…). Antes lo más era pertenecer a uno de estos grupos (por el rollo de la autoafirmación o porque hubiera una necesidad real, eso da igual). Pero ahora lo último, lo que más rompe, es huir de las etiquetas. Algo en principio plausible, porque al final, y excepto a algunos cortos de miras, las etiquetas no definen a nadie. Pero lo de la huida de las etiquetas es un juego peligroso, porque ha terminado convirtiéndose en otra etiqueta más, aún más previsible si cabe. En Madrid cada vez se escucha más eso de “estoy harto de La Latina”, o lo de que “Chueca es un coñazo, demasiado trendy”. De Malasaña o de Lavapiés aún no se dice nada, quizá porque el primer barrio está en pleno proceso de redescubrimiento y reconversión, y porque el segundo acaba de empezar a ponerse de moda. Pero La Latina y Chueca llevan ya demasiado tiempo de moda, y claro, ya no son alternativos.
No me confundáis, yo soy el primero que ya está aburrido hace tiempo de estos dos barrios, y que a veces (y parecía imposible en mí), hasta Madrid me da ya pereza como instrumento autoafirmatorio para ese chaval que quiso escapar de la mediocridad del sur. Porque hace ya tiempo que descubrí que ese sur, de mediocre, tampoco tenía tanto, y que con sólo cogerte un cercanías, en 20 minutos desde la Puerta del Sol te encuentras con ambientes más mediocres y opresivos que el de cualquier pueblo andaluz.
Y está bien haber redescubierto ese sur, y haberme dado cuenta de que en Madrid no es oro todo lo que reluce. Pero de ahí al rechazo como pose va un trecho. Sigo teniendo claro que Madrid es lo mejor que me podría haber pasado, con esa Chueca y esa Latina que pueden estar trilladas, o con ese Lavapiés o esa Malasaña como génesis de lo nuevo.
Madrid se ha convertido además en los últimos años en un monumento viviente de la megalomanía autoafirmatoria (a veces impostada, a veces tremendamente divertida y sin parangón en toda España). Cinco o seis Noches en Blanco al año (la de los museos, la de los teatros, la de las librerías…), la noche de las tiendas abiertas, los puestos jipis y de artesanía en todas y cada una de las plazas, los stands turísticos, los 100 años de la Gran Vía, la Feria del Libro, el 2 de mayo, San Isidro, la Paloma. De no tener ninguna fiesta llamativa, de ser una ciudad sin identidad, Madrid ha pasado a ser la ciudad de los conciertos en la calle y las verbenas. ¿Qué hacer entonces? ¿Sumarse a la masa que cada vez abarrota más el centro de la ciudad o vivir al margen? Yo siempre he sido mucho de masas, y decidí vivir en Madrid por eso mismo (y además no en cualquier barrio, sino en plena Gran Vía), pero este fin de semana he sucumbido a la fiebre del alternativismo.
Ha sido justo en el Orgullo, la que ya es desde hace unos cuantos años la Fiesta Mayor de Madrid, la más megalomaníaca de todas (más incluso que las Fallas o los Sanfermines o la Semana Santa en otras ciudades). Y ha sido sin querer, porque me he dejado llevar. Como vivo en la Gran Vía, algo he visto, porque era inevitable, pero no he participado. Para más inri, la noche grande del Orgullo, la del sábado, preferí pasarla en casa de unos amigos viendo el España-Paraguay, y tomando luego gin-tonics de pepino (la nueva fiebre de los treintañeros madrileños) mientras escuchábamos vinilos de las sonatas de Beethoven por Barenboim. Con los tiempos que corren, no hay nada más alternativo que una noche como ésa, chaval.
Al salir de casa de estos amigos, pasé cerca de la Plaza de España, y vi de lejos a la masa y escuché los vítores de la actuación de Kylie Minogue. ¡Qué pereza!, pensé, imbuido aún en la fiebre del alternativismo, sintiéndome liberado del tópico y de la masa que te diluye. Y caminé hasta mi casa dando un rodeo para evitar la Gran Vía.
Dos días más tarde, hablo con esos muchos otros amigos que sí estuvieron ahí, en la Gran Vía, y que vieron el desfile, y que estuvieron en las plazas de Chueca, en una noche en la que además se mezcló la fiesta de los gays con la de los futboleros por el triunfo de España, en la que vuvuzelistas y drags bailaron juntos. Me lo cuentan todo y la fiebre del alternativismo se me baja a los pies, sustituida por la envidia y la sensación de haber caído en una trampa.
Sí, es verdad, cuidado con las etiquetas. La autoafirmación es un rollo y no hace más que constreñir a las personas. Pero cuidado también con huir de ellas a toda costa, porque puede ser aún más peligroso. O por lo menos, bastante más aburrido.
lunes, 5 de julio de 2010
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