Actualmente, en la enseñanza, hay dos puntos de vista, dos extremos en la manera de entender la educación. Por un lado, los pesimistas o, si queremos seguir la nomenclatura de Eco, que a mí me parece más que vigente, los apocalípticos. Por otro, los optimistas, para Eco los integrados.
Los apocalípticos están en la onda del Panfleto Antipedagógico, o en la de Gregorio Luri, que caba de sacar un libro llamado L'escola contra el món, que ya reseñé en este blog que comparto con compañeros de mi instituto. También otro profe de mi instituto escribe en su blog desde un punto de vista bastante apocalíptico. Le pueden leer aquí. Y si aún no se fían y prefieren leer a alguna autoridad, tienen al mismísimo Pérez-Reverte, cuyas venas deja hinchar en este famoso artículo. En general, son posturas que miran al pasado con nostalgia, denuncian el desastre del sistema educativo actual y el absurdo de las leyes educativas superpuestas, y exigen una mayor autoridad para el profesor. Como decía Manrique, cualquier tiempo pasado fue mejor. (Se les pasa que hoy en día lidiamos con un alumnado que en el pasado nunca habría estado escolarizado -gitanos, población marginal-, y que no se puede uno enfrentar a ellos igual que antes. También lo de Manrique era una advertencia de los peligros de la nostalgia, que desvirtúa nuestros recuerdos, más que una reivindicación del pasado, pero bueno.)
Los optimistas integrados (e integracionistas), sin embargo, creen en una escuela más respetuosa con los chavales, una escuela integradora en la que todos (tanto alumnos como profes) van a aprender. Una escuela abierta y plural en la que participan los padres, abierta al barrio. Una escuela solidaria, incluso utópica. Una escuela que no busca respuestas, sino que se hace preguntas. Los optimistas piensan que la educación no es la vía para que los chavales sepan adaptarse al mundo de los adultos, sino para que lo transformen. Siguen la estela de pedagogos como Freire, aunténtico tótem de esta facción, y tienen su mejor ejemplo de puesta en práctica en las comunidades de aprendizaje. Y frente al panfleto antipedagógico, ellos ofrecen su propio Manifiesto Pedagógico.
Pogamos por ejemplo el informe PISA, que yo he visto interpretar de manera totalmente contraria por los dos bandos. Para los pesimistas nos vamos a pique; para los optimistas, estamos por encima de muchos países desarrollados, sin ir más lejos, los propios Estados Unidos.
Ahora, tras la decisión del Tribunal Supremo con respecto al funcionamiento del Bachillerato, las dos posturas vuelven a saltar a la palestra. Los pesimistas exigentes frente a los permisivos optimistas. Y la pregunta sigue en el aire: ¿Qué hacer? ¿Cuál es la mejor manera manera de educar a un chaval, de sacar de él lo mejor que tiene? ¿Con la exigencia y el control o con el respeto y el amor incondicional?
En mi instituto, perfecto microcosmos de lo que yo sospecho que se cuece en el mundo exterior, conviven las dos posturas de manera más o menos pacífica pero, eso sí, irreconciliable. Es como una guerra fría. Con conocer un poco a cada profesor, viendo cómo se mueve, cómo respira, sabes adscribirlo a un bando o a otro. También es que yo soy muy de categorías, muy de estereotipos, y rápido los meto en un saco o en otro. Y tal vez yo sea un poco exagerado, pero creo ésa es básicamente la realidad.
Este post es una reivindicación, a la vez, de ambas posturas y de ninguna. Me explico. La postura pesimista peca de eso, de ser pesimista. Pero el panfleto antipedagógico es un auténtico disfrute como lectura, porque contiene muchas verdades. Verdades necesarias. Igual pasa con Gregorio Luri y hasta con ese profe de mi instituto con el cual no me hablo, con el cual no estoy de acuerdo en casi nada, pero al que al fin y al cabo respeto porque, aunque sé que es un auténtico gañán, yo también lo soy, y atisbo también que como poco, él es un tío interesante, con ideas (más afines o menos a la mías, pero ideas al fin y al cabo), de las que los chavales pueden sacar buena tajada. Pérez-Reverte lanza también espumarajos por la boca, pero no tiene menos razón.
La postura optimista peca igualmente de eso, de optimista y de utópica. Es la postura ideal, de eso no hay duda. Conlleva esa esperanza que uno como profesor, no puede ni debe perder, porque en el momento que la pierdes, eres menos profesor. Pero tal y como está el mundo, aplicar esta visión sin control y sin una preparación previa, sería un despiporre. Los chavales nos tomarían por el pito del sereno aún con más ahínco de lo que ya lo hacen.
La postura pesimista quiere recuperar la autoridad plena del profesor, sin pactos ni leches. Aboga por la disciplina, una disciplina que, en la práctica, aplicada sin mano izquierda en el aula, se puede volver en tu contra. Se puede volver y se vuelve, que eso me ha pasado a mí. Los optimistas, por otro lado, suelen dar poca importancia a las normas, porque confían en la bondad primigenia de los chavales. Si hay amor, ¿a quién le hacen falta las normas?
Mi duda es si de verdad ambas posturas son tan irreconciliables como al principio parece. ¿Es el amor incompatible con la disciplina, o son más bien las dos caras de una misma moneda? ¿Está la autoridad acaso en contra del respeto a los muchachos? ¿Son todos los chavales iguales o debemos respetar su diferente manera de ser? Y vamos con casos más concretos: ¿obligar a un niño a estudiar hasta los 16 años, con un único itinerario posible, tremendamente teórico, es de verdad hacerle un favor?. El otro día, un chaval en 1º de la ESO, asqueado con el sistema (y eso que sólo lleva dos trimestres en el centro), me preguntaba cuántos años le quedaban de estar en el instituto. Hasta los 16, le dije. Se quiso morir, de la desesperación. Cuatro años que se va a tirar calentando la silla y sacando de quicio al profesorado. Un chaval al que el sistema le está negando la posibilidad de formarse en un oficio práctico, porque no hay itinerarios posibles para estos casos (itinerarios que además no tendrían por qué ser vinculantes, sino que siempre podrían tener una manera de volver a la formación de tipo más académico). Pero no, este chaval, cuando cumpla los 16, estará ya tan asqueado que no querrá saber nada de sus otras opciones, que además serán todas marginales, puesto que no se habrá sacado el dichoso título. Pero claro, es que todos somos iguales, y todos tenemos el mismo derecho a la educación. Lo que uno piensa es: ¿obligar a este chico a estar en el instituto hasta los 16 es darle la misma oportunidad que a los demás chavales o por el contrario es no respetarlo en absoluto?
Tal vez, antes de enfrentarnos cara a cara con los chavales, haya que reconciliar las posturas. Porque ambas tienen su parte de razón. Los chavales son muy listos, y notan estas diferencias entre los profesores y se agarran a ellas como a un clavo ardiendo. Y no hay nada "mejor" para ellos que las fisuras entre los profes. Piensan: "si ni éstos se aclaran sobre lo que se espera de mí, no se lo voy a aclarar yo". Tienen, por supuesto, toda la razón.
jueves, 12 de marzo de 2009
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2 comentarios:
También yo apuesto por la tercera vía, aceptando que la escuela no es el mundo de Yuppi, pero tampoco un escenario de Mad Max. Creo que en los debates educativos y en cualquier propuesta de reforma se debería dar voz a ambas tendencias; y las decisiones no deberían tomarlas ni unos ni otros.
En cualquier orden de la vida siempre existirán los dos extremos: aquellos para los que es totalmente necesario disponer de un catálogo donde se exprese y detalle todo lo que se debe hacer para coexistir en una convivencia agradable, y la de los que piensan que todo se arregla con la buena voluntad de los protagonistas, en este caso padres, profesores y alumnos. Para los primeros es totalmente necesario el cumplimiento de unas normas que en definitiva ayudan a la convivencia, mientras que para los segundos estas normas coartan la libertad de aquellos que la tienen que cumplir.
El pertenecer a uno u otro bando puede que dependa mucho de la época que hemos vivido. De ahí que, pude que sea nostalgia, se piense que cualquier tiempo pasado fue mejor.
De cualquier forma las normas no están puestas ahí por puro capricho. Por poner un ejemplo, a ninguna corporación municipal se le ocurre poner un semáforo en un cruce donde no existe peligro; como mal menor supondría un despilfarro innecesario. Muchas veces ni siquiera es necesaria advertencia alguna, digamos ceda el paso o stop. La necesidad de algún tipo de advertencia viene del hecho de la falta de respeto de los usuarios en el uso de nuestras infraestructuras. Si todos fuéramos buenos, en el sentido amplio de la palabra, seguro que no se vería necesidad de advertencia alguna.
Creo que las normas son totalmente necesarias para la convivencia y que, desgraciadamente, es necesario disponer de algún tipo de medida que obliguen al cumplimiento. Pero claro, aquí es donde es fácil caer en el lado de los apocalípticos. No olvidemos las medidas de tipo religioso que tan efectiva resultaron antaño. En vez de una multa como ahora, te amenazaban con el pecado mortal y el sufrimiento eterno, y aun ahora siguen con la tabarra.
Pero claro, los nuevos tiempos exigen cosas nuevas, y a nadie se le ocurre seguir manteniendo un semáforo en una carretera que ha perdido su condición de tal. Las normas hay que cumplirlas cuando son necesarias y saber prescindir de ellas cuando dejan de serlo, ese es el quid de la cuestión. Y lo que es fundamental, el prescindir de una norma no es indicativo de tener que hacer lo propio con el resto.
Se puede estar totalmente del lado de la integración y ser respetuoso con las normas. Se puede ser una persona respetuosa en un autobús cediendo el asiento a alguien necesitado sin necesidad de disponer de asientos al respecto; pero la experiencia te obliga a disponer de lugares destinados de forma obligatoria para minusválidos.
En definitiva, como tu mismo expresas, la postura optimista sería la ideal. Y creo que, en origen, es esta la postura inicial de todo el mundo, que poco a poco se va desvirtuando por la creación de nuevas normas innecesarias, falta de adaptación y anulación de algunas de las antiguas. Sería necesario un cambio de la sociedad, no al estilo de actuaciones, como las actuales, para las que cualquier pasado fue mejor ó peor, sino de saber analizar lo bueno para mantenerlo y lo malo para eliminarlo.
Estoy de acuerdo en que el tipo de alumnado, socialmente hablando, actual es totalmente distinto al del pasado. La integración hoy día es muy difícil, ya que, en muchas ocasiones, son más los que deben integrarse en la sociedad que los que están integrados. Antiguamente la integración se daba de forma totalmente natural, ya se decía que “la Universidad imprime carácter”. Hoy en día, se puede acabar una carrera con notas excelentes y se puede estar totalmente desvinculado de la normativa social. Es indudable que la culpa de esta situación la tiene el olvido de aquello que existió en el pasado y era bueno y que se desecha sólo por el hecho de ser pasado. ¿Es que todo lo que hizo la generación de la posguerra no era bueno?
No creo que la decisión del Tribunal Supremo con respecto al funcionamiento del Bachillerato enfrente en absoluto a las dos posturas: los pesimistas exigentes frente a los permisivos optimistas. Es necesario hacer comprender a las nuevas generaciones que la estabilidad profesional se consigue compitiendo con trabajo y esfuerzo, y que los méritos y aptitudes hay que demostrarlos. ¿De que vale acabar con títulos que no demuestran nada? A la postre las diferencias sociales son mayores que antes: los que pueden, tienen dinero, se forman bien y los demás cuelgan sus títulos en sus casas para nada.
Esa guerra fría de tu instituto, ese microcosmo de lo que sucede en cualquier orden, llámale empresa, sociedad, iglesias, mundo de los deportes, política, poder judicial, etc., donde imperan los dos bandos, optimistas y pesimistas, es el fiel reflejo de la forma de actuar de la especie humana. En definitiva somos animales que nos adaptamos al entorno en el que nos desenvolvemos, cambiando según un criterio totalmente interesado, en el que a pesar de ello, a Dios gracias, existen especimenes que atienden a criterios racionales y de humanidad.
En definitiva, tal como tú lo expresas, los pesimistas pecan de pesimistas y los optimistas pecan de intentar llegar a una utopía. Esta sería la postura ideal, estoy de acuerdo contigo, pero sería totalmente necesario acercarse a la otra postura en función de las circunstancias a modo de cómo funcionan las especies en el mundo natural, sin olvidarnos de nuestra condición de humanos. Las dos posturas deben estar presentes en todo momento: por un lado el amor y el respeto, pero también por otro es necesaria la disciplina, la cual para que funcione debe ser acatada, partiendo de la base de que ha sido impuesta por una necesidad de la comunidad.
He leído el blog de ese profesor al que tu tachas de apocalíptico y también el artículo de Arturo Pérez Reverte, “Patente de Corso”, “Sobre galeones y marmotas”, del pasado XLSemanal, 15 de Marzo pasado. Me parece que a pesar de ser extremosos tienen bastante que analizar y son bastante provechosos. Estoy de acuerdo con este último en que “No hay como mirar atrás para comprender lo que somos. Para asumir que en esta infeliz tierra poblada por algunas personas decentes y por innumerables sinvergüenzas, no ocurre nada que no haya ocurrido antes”. Eso si, para que esta afirmación se cumpla quizás sea necesario recurrir a un lapso de tiempo mayor que el transcurrido desde la posguerra hasta aquí.
Sólo espero que sepas discernir sobre lo que es “bueno” y “malo” de cada postura, para que en el momento adecuado escojas aquello que redunde en beneficio de tus alumnos, aunque ellos no lo entiendan. Dentro de unos años agradecerán los hayas puestos en el camino que los llevó a la situación en que se encuentren.
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