jueves, 3 de enero de 2008

El rollito judío


Uno, cuando es mayor, y analiza sus propios gustos, se da cuenta de que muchos son aprendidos, de que uno no es tan original ni tan innovador. La insaciable obsesión con Nueva York, por ejemplo, viene directamente por vía materna. Y precisamente este verano, precisamente con mi madre, y precisamente en Nueva York, nos salimos del típico circuito turístico para acercarnos al Jewish Museum, ahí en el Upper East Side. Pues bien, fue genial: aparte de que el museo es un puntazo (gracias, Raúl y Teresa, por el consejo y las entradas), el verdadero puntazo fue que, allí, con mi madre, no tuve lugar en ninguna de las salas a traducir lo que ponía en los carteles. Antes de que me diera tiempo, era mi propia madre la que me contaba qué eran, cómo eran y de dónde provenían cada uno de los objetos, cada una de las piezas, cada uno de los mapas. Se lo sabía todo, la tía. Le apasiona el tema.

En mi caso, la herencia directa de mi madre no se ha traducido tanto en la pasión por lo histórico, sino que el rollito judío, y más bien judeoamericano, ha sido para mí un referente continuo. Y no hablo sólo de Woody Allen o Barbra Streisand (que también); ellos son sólo la punta del iceberg.

Dos años antes de este verano, la primera vez que fui a Nueva York, recuerdo que no me podía quedar sin ir a Katz’s, donde Meg Ryan fingió su famoso orgasmo en Cuando Harry encontró a Sally. Y cuál fue mi sorpresa al ver que el local es un mítico deli judío. Me puse tibio de pastrami con pepinillos (¡por fin supe qué era el pastrami!: en realidad una especie de carne mechada, pero ¿quién quiere cargarse los mitos, que tan felices nos hacen?). Por supuesto, en ese primer viaje a Nueva York también me puse tibio de bagels, y suelo decir que no hay nada como un onion bagel con creamy cheese para desayunar (aunque en realidad prefiera la tostada con aceite y tomate de toda la vida).

Hay más. De niño, seguí embobado las investigaciones de Melanie Griffith en Una extraña entre nosotros, o a la Streisand afinando garganta en Yentl. De mayor, me sofistiqué un poco más con autores como David Leavitt y Michael Chabon (especialmente el primero), y ahora me he reafirmado en esos referentes con la lectura de El profesor del deseo, de Philip Roth (aconsejado por mi profe de literatura, y de paso, aprovecho para contar cómo me ha sorprendido que esa Pepa que tanto nos habló de Lorca y Juan Ramón y todos los eternos castizos, ahora resulta que ama también el rollito anglosajón: ¡toda una ecléctica, y yo sin saberlo!). Pero sigo con los referentes literarios: atrás quedó ese Éxodo que tanto me recomiendan mi madre y mi hermana –y que siempre, a lo largo de mi infancia, vi en una de las prolijas estanterías de mi casa junto a Oh, Jerusalem y una Historia del Judaísmo, entre otros–, pero todo llegará.

En cine, podría hablar de esas pelis sobre el holocausto que el lobby judío americano produce cada año y que para colmo, son buenas, porque éstos se lo montan muy bien; pero el tema del holocausto me saturó casi desde el principio. No es el sufrimiento judío lo que me cautiva, sino otro tipo de grandezas y miserias. Flipé con Caminar sobre las aguas, de Eytan Fox, y hace justo ahora exactamente dos años, la madrugada de Reyes, me tragué del tirón esa maravilla llamada Angels in America, una producción de la HBO de 6 horas dirigida por Mike Nichols y con un montón de actores alucinantes (tanto los conocidos como los desconocidos). Desde que vi esta serie escrita por Tony Kushner, la fuente de Bethesda, en Central Park, ha pasado a formar parte también de mi imaginario particular.

En materia política, soy un simplista y desconozco toda la trama judeo-palestina. Pero a grandes rasgos, la creación del estado de Israel me parece la gran cagada del siglo XX, y si me tengo que posicionar, apoyo a los palestinos. Pero antes de morir tengo que poner mis pies en Jerusalén, darme un garbeo por Tel Aviv y bañarme en el mar muerto. Porque también me apasiona ese país desquiciante que nunca debió existir. Qué le voy a hacer.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pues lo de la política es lo fundamental, porque así lo que pasa es que uno se queda con los palestinos porque son más pobres y dan más pena. Pero como diría Sabina lo de Israel 'es mu complicao'. Yo tampoco sé nada de eso, bueno diré mejor 'sabía', porque después de oir hablar de Amos Oz -Príncipe de Asturias y todo eso- me compré "Una historia de amor y oscuridad" por empezar con él por algún sitio y lo hice con su última obra. Estaba en el Círculo, pero lo ha publicado Siruela y ahora ya se encuentra en bolsillo. Ahí sí te enteras de cómo fue la vida de los judios que se fueron aposentando en Israel a través de toda la mitad del siglo XX, qué sucio papel representaron los ingleses que dominaban aquel territorio, cómo se fundó el estado de Israel y muchas cosas más que yo desconocía. Es un libro que recomiendo y he dado a leer a muchos amigos