Sé que en el último siglo ha habido historias de genocidios tan terribles como el dirigido por Hitler y los suyos. Yo también sé lo que hizo Stalin. Sé lo que hizo Idi Amin y ese otro chiflado de Camboya, Pol Pot. Pero esto fue peor. ¿Sabes por qué? Porque Hitler no tenía enfrente a un pueblo reprimido, pobre o limitado. No se las tuvo que ver con campesinos aplastados bajo el yugo de los zares, con aldeanos analfabetos o con miembros de tribus africanas tradicionalmente sometidas a algo o a alguien. Alemania era un país desarrollado, rico, culto. La patria de Schiller, de Goethe, de Bach o de Lutero. Los nazis pervirtieron todo eso. Convirtieron a los alemanes en culpables colectivos de un crimen monstruoso que se les seguirá recordando cuando pasen los siglos. [...] eran ellos quienes torcieron, quizá para siempre, el destino de todo un pueblo previamente bendito por la Historia.
Esta es quizá la idea más lúcida que saco de la lectura de En tiempo de prodigios, de Marta Rivera de la Cruz. Yo siempre había dicho que el genocidio judío no ha sido el único de la historia, que ése no ha sido el único holocausto, y que ahora los mismos judíos, en su afán victimista y, lo que es peor, de autojustificación revanchista, se han encargado de recordárnoslo hasta la extenuación. Pero la idea de que el pueblo alemán no tenía excusa nunca había pasado por mi mente. Quizá lo expuesto más arriba (dicho por uno de los personajes del libro) sea una idea simplista, pero creo que tiene su parte de razón. Y quizá por eso el horror del Holocausto judío esté en alojado el inconsciente colectivo actual con más fuerza que cualquier otro horror histórico, y no se trate sólo del poder actual del lobby judío.
Por lo demás, el libro de Rivera de la Cruz me ha parecido bonito. Lo he leído poco a poco, muy poco a poco. Tal vez porque no es que me haya apasionado, pero también porque mi vida últimamente va a saltos. La historia es compacta, pero había momentos predecibles y otros un tanto reiterados. A la autora el libro le sirve de catarsis personal tras la muerte de su madre, pero la catarsis llega a ser eso mismo, demasiado personal, y resulta algo densa. Hay momentos en los que parece despreocuparse del lector, un lector que quizá agradecería menos densidad y sí más momentos lúcidos de esos que pueden aplicarse a todos.
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