jueves, 26 de agosto de 2010

En tierra extraña

Lejos de casa uno siempre va con los ojos mucho más abiertos, porque todo es nuevo. Pero también se da uno cuenta de lo cerrados que los lleva en su propia casa. Hace pocos días, en el Arts Institute de Chicago, me dejé envolver por los colores y los paisajes de los impresionistas como nunca me ha pasado. Ya había estado en el Musée d'Orsay de París, pero no debía estar aún lo suficientemente maduro, porque no recuerdo esa embriaguez de luz, color y pinceladas (las de Monet, Renoir y Van Gogh) que sí me dio en Chicago. En especial, con el cuadro de más arriba, ese Almuerzo en el restaurante Fournaise (no tan conocido como el otro almuerzo de los remeros, el de Amélie), que me absorbió sobremanera.

Fuen entonces cuando, entre pintura y pintura, con los ojos como platos, y a más de siete mil kilómetros de casa, me dio por pensar que llevo diez años viviendo en Madrid, y que todavía no he ido al Thyssen. Muy fuerte lo mío. Muchas veces, tiene uno que irse a tierras extrañas para darse cuenta de lo que nos perdemos en casa.

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Y encima, cuando llego a casa, me encuentro en el frigorífico, en forma de imán, a la niña de la cara verde de Kirchner que tanto me gusta, sosteniendo una nota de agradecimiento de Mariola por haberle dejado la casa para visitar Madrid este verano. Mariola, que vive en Sevilla, lo ha visto en persona, y yo, gustándome tanto como me gusta ese cuadro con esa niña lorquiana de cara verde, ni siquiera sabía que lo tenía prácticamente debajo de mi casa. Como decía, muy fuerte lo mío.

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