Sí, es innegable. Este blog no pasa por su mejor momento. Estancamiento creativo, diréis unos. Hastío, diréis otros. Hasta yo lo he llegado a pensar. Pero no lloréis por mí. Últimamente me ha dado por correr. Sí sí, correr. Correr todos los días, mientras escucho a Bebe o a Macaco (¡a Macaco!) en los cascos. Y ansiar ese momento en el que me aíslo del mundo y dejo de pensar, y sólo siento el sudor y el agotamiento físico. Quién me lo iba decir, hace dos años, cuando estaba tan enfrascado en este blog, buscando lecturas que comentar, obras de teatro que criticar y músicas que recomendar.
¿Estancamiento creativo? En una entrevista que leí hace tiempo, Günter Grass decía que si fuera feliz, no se sentaría a escribir cada día; se pondría a comer pipas tan ricamente en la puerta de su casa. Que era precisamente la desazón, la infelicidad (o la falta de felicidad plena) lo que le convertía en escritor.
¿Hastío? También me acuerdo de Terenci Moix.. Aquí, en este mismo blog, escribí sobre "ese Tiempo y esa Muerte que arrasan con todo, y esa esperanza que sólo el Amor concede", en una especie de post-oráculo de mi propia vida.
Así que no os preocupéis demasiado, amigos lectores. No hay tal estancamiento ni tal hastío. Es sólo que la vida a veces nos depara mejores cosas que leer, ir al cine o estar frente a un ordenador, y me voy a dar el permiso de disfrutarlas. Un gran abrazo a todos, y especialmente a ti, Pepa, porque este blog empezó en tu nombre, y tú eras la primera en la que pensaba cada vez que escribía aquí.
PS: Y aun así, no me resigno a contaros que estoy con Delibes, y que nunca pude imaginar que de Castilla pudiera salir un mago de las palabras y un retratador de la realidad a la altura de García Márquez (que lo está).
sábado, 23 de octubre de 2010
martes, 19 de octubre de 2010
Delibes vs. el mito
Durante los dos primeros años, el Nini acompañó a los extremeños a talar el monte de la vaguada y desenraizar los matos de encina. Antes hicieron esto en Torrecillórigo, aunque ahora eran empleados del Estado dedicados a la ardua tarea de la repoblación forestal. La repoblación forestal era la obsesión de los hombres nuevos y cuando la guerra, apenas a las veinticuatro horas de estallar, se organizaron brigadas de voluntarios con el fin de convertir la escueta aridez de Castilla en un bosque frondoso. No había tarea más apremiante y los prohombres decían: «Los árboles regulan el clima, atraen las lluvias y forman el humus, o tierra vegetal. Hay, pues, que plantar árboles. Hay que hacer la revolución. ¡Arriba el campo! ». Y todos los hombres de todos los pueblos de la cuenca se desparramaron ilusionados, la azada al hombro, por las inhóspitas laderas. Pero llegó el sol de agosto y abrasó los tiernos brotes y los cerros siguieron mondos como calaveras.
Guadalupe, el capataz de los extremeños, que, pese a su nombre, era un muchacho atezado y musculoso, con bruscos y ágiles ademanes de gitano, les dijo de entrada a los mozos del pueblo en la taberna del Malvino que venían dispuestos a convertir Castilla en un jardín. El Pruden se había sonreído escépticamente y el Guadalupe le dijo: «¿Es que no lo crees?». Y el Pruden respondió melancólicamente: «Sólo Dios hace milagros».
Los extremeños comenzaron el trabajo por la Cotarra Donalcio y en pocos meses la motearon de pimpollos, como la cara de un hombre picado de viruelas. Pero tan pronto concluyeron, un sol implacable derramó su fuego sobre la colina y los incipientes pinabetes comenzaron a amustiarse y a las dos semanas un setenta por ciento de los arbolitos trasplantados estaban resecos y chascaban al pisarlos como leña. Los supervivientes se defendieron unas semanas aún, pero al poco tiempo perecieron también calcinados y la faz de la Cotarra Donalcio volvió a ser tan adusta y hosca como antes de dejar su huella allí los extremeños. El yeso cristalizado brillaba en el borde de las hoyas de greda, y Guadalupe, el Capataz, al divisar los guiños del cerro desde los bajos juraba y decía:
–Todavía se cachondea el marica de él.
Hablaban de los cerros con rencor, pero, pese al estéril resultado, no cejaban en el empeño. A veces aparecía por el pueblo el ingeniero, que era un hombre campechano aunque con esa palidez que contagian las páginas de los libros a quien ha estudiado mucho y, entonces, se reunía con los doce extremeños en la taberna del Malvino y les arengaba como el general a los soldados antes del combate:
–Extremeños –decía–, tened presente que, hace cuatro siglos, un mono que entrara en España por Gibraltar podía llegar al Pirineo saltando de rama en rama sin tocar tierra. Con vuestro entusiasmo, el país volverá a ser un inmenso bosque.
El Pruden v el Malvino cambiaban una mirada de inteligencia. Tras la visita del ingeniero, que bebía con ellos como un igual, los extremeños acrecían sus esfuerzos, ahondaban las hoyas de cada pimpollo para que sirviera de recipiente a las aguas pluviales y les protegiera del matacabras, pero las lluvias no se presentaban y, al llegar julio, el pimpollo se asaba en el hoyo como un pollo en su propio jugo.
Guadalupe, el capataz de los extremeños, que, pese a su nombre, era un muchacho atezado y musculoso, con bruscos y ágiles ademanes de gitano, les dijo de entrada a los mozos del pueblo en la taberna del Malvino que venían dispuestos a convertir Castilla en un jardín. El Pruden se había sonreído escépticamente y el Guadalupe le dijo: «¿Es que no lo crees?». Y el Pruden respondió melancólicamente: «Sólo Dios hace milagros».
Los extremeños comenzaron el trabajo por la Cotarra Donalcio y en pocos meses la motearon de pimpollos, como la cara de un hombre picado de viruelas. Pero tan pronto concluyeron, un sol implacable derramó su fuego sobre la colina y los incipientes pinabetes comenzaron a amustiarse y a las dos semanas un setenta por ciento de los arbolitos trasplantados estaban resecos y chascaban al pisarlos como leña. Los supervivientes se defendieron unas semanas aún, pero al poco tiempo perecieron también calcinados y la faz de la Cotarra Donalcio volvió a ser tan adusta y hosca como antes de dejar su huella allí los extremeños. El yeso cristalizado brillaba en el borde de las hoyas de greda, y Guadalupe, el Capataz, al divisar los guiños del cerro desde los bajos juraba y decía:
–Todavía se cachondea el marica de él.
Hablaban de los cerros con rencor, pero, pese al estéril resultado, no cejaban en el empeño. A veces aparecía por el pueblo el ingeniero, que era un hombre campechano aunque con esa palidez que contagian las páginas de los libros a quien ha estudiado mucho y, entonces, se reunía con los doce extremeños en la taberna del Malvino y les arengaba como el general a los soldados antes del combate:
–Extremeños –decía–, tened presente que, hace cuatro siglos, un mono que entrara en España por Gibraltar podía llegar al Pirineo saltando de rama en rama sin tocar tierra. Con vuestro entusiasmo, el país volverá a ser un inmenso bosque.
El Pruden v el Malvino cambiaban una mirada de inteligencia. Tras la visita del ingeniero, que bebía con ellos como un igual, los extremeños acrecían sus esfuerzos, ahondaban las hoyas de cada pimpollo para que sirviera de recipiente a las aguas pluviales y les protegiera del matacabras, pero las lluvias no se presentaban y, al llegar julio, el pimpollo se asaba en el hoyo como un pollo en su propio jugo.
Miguel Delibes, Las ratas
miércoles, 8 de septiembre de 2010
Monoteísmo
POLICÍA: ¿Qué posición adopta la Academia respecto del monoteísmo, hermana?
MONJA: ¿Ahora nos investigan a nosotros?
POLICÍA: Es sólo una pregunta.
MONJA: La Academia se dedica a seguir los caminos de los Dioses, y la Diosa Athena es nuestra patrona. Sin embargo, aceptamos toda clase de cultos, incluso la fe en un único Dios.
POLICÍA: Son muy tolerantes. ¿Cuántos de sus estudiantes practican el monoteísmo?
MONJA: Sabe que no puedo responder eso.
POLICÍA: ¿Acaso no le preocupa, hermana, esa visión absolutista del universo? ¿Que el bien y el mal sólo lo determine un ser todopoderoso y omnipotente cuyo juicio no puede ser cuestionado y en cuyo nombre se pueden sancionar los actos más horrendos sin apelación?
MONJA: ¿Ahora nos investigan a nosotros?
POLICÍA: Es sólo una pregunta.
MONJA: La Academia se dedica a seguir los caminos de los Dioses, y la Diosa Athena es nuestra patrona. Sin embargo, aceptamos toda clase de cultos, incluso la fe en un único Dios.
POLICÍA: Son muy tolerantes. ¿Cuántos de sus estudiantes practican el monoteísmo?
MONJA: Sabe que no puedo responder eso.
POLICÍA: ¿Acaso no le preocupa, hermana, esa visión absolutista del universo? ¿Que el bien y el mal sólo lo determine un ser todopoderoso y omnipotente cuyo juicio no puede ser cuestionado y en cuyo nombre se pueden sancionar los actos más horrendos sin apelación?
Caprica, episodio piloto.
martes, 7 de septiembre de 2010
Mesoamérica: el ránking
Antes de nada, decir que la cosa se reduce a México (y sí, es verdad, en Guatemala y más abajo hay ruinas aún mejores, pero es que no se puede todo, bastante que he estado 25 días danzando por el país.) Además, no he ido a El Tajín, en Veracruz, que, como me dijo una mexicana, “se ve bien lindo”. Tampoco a Tula o Cempoala, y muchos otros lugares. Pero ahí los tenéis: no están todos los que son, pero sí son todos los que están, ordenados, según mi humilde opinión de aztecamaníaco, del diez al uno.
10) Mitla
Mitla es poca cosa. Es una visita que se suele organizar desde Oaxaca porque cae cerca y porque, después de haber visto Monte Albán, es de lo más interesante de la zona en cuanto a antropología mesoamericana. Pero hay varias cosas que a mi parecer le restan interés. Primero, que gran parte de lo que podría verse está tapado por el propio pueblo de San Pablo de Mitla. Segundo, que son unas ruinas mucho más recientes que otras, pues son ya del Postclásico. Tercero, que quizá precisamente por eso, no tienen ese aire tan exótico que te sueles esperar con unas ruinas mayas, sino que se parecen más a cualquier ruina europea, ya sea griega o romana.
9) Bonampak
Bonampak está chulo porque está en medio de la selva (con un calor y una humedad de morirse, pero ahí está la gracia de sentirse uno aventurero, ¿no?) y como ruina en sí no es gran cosa, pero merece la pena ver esos frescos mayas que en ninguna otra parte se pueden ver, y que para tener más de 1200 años y estar prácticamente al aire libre, se conservan muy bien.
8) Toniná
Primero se encontraron con un templo en la cima de una montaña, y se pusieron a excavar. Pero tuvieron que excavar mucho más, porque el templo no estaba encima de la montaña, sino que ERA toda la montaña. ERA toda una ciudad construida hacia el cielo, que los siglos habían cubierto de tierra y vegetación. Hoy, Toniná sigue muy cubierta por un césped verdísimo y por algún que otro árbol, pero quizá eso es lo que lo hace más chulo.
7) El Templo Mayor
El Templo Mayor es lo único que queda de los mexicas (comúnmente llamados aztecas) y del Tenochtitlán original sepultado bajo la Ciudad de México. Si no tienes una idea previa de lo que fueron las civilizaciones mesoamericanas, poco te va a interesar, porque sólo vas a ser capaz de ver muro de piedra sobre muro de piedra bajo una enorme grieta del terreno, justo al lado del Zócalo en el DF. Pero si estás mínimamente iniciado, merece la pena, sobre todo por ver cómo los aztecas tuvieron tiempo para construir uno sobre otro los sucesivos siete templos en poco más de 100 años, antes de la llegada de los españoles. El corte transversal de la ruina te deja ver cada una de las etapas, y la cosa da hasta vértigo. Como curiosidad, decir que durante mucho tiempo se pensó que este templo nunca podría ser descubierto, porque se suponía que los españoles habíamos plantado la catedral cristiana justo encima. Hasta 1978 no se descubrió que en realidad el templo nunca estuvo bajo la catedral, sino bajo las calles Guatemala y Argentina, ¡a menos de 50 metros!
6) Teotihuacán
Teotihuacán es grandioso, la pirámide del Sol impresionante, y la de la luna no lo es menos. Lo que pasa es que el ambiente es de lo peor. Te tiras toda la visita escuchando el chunda chunda que los restaurantes de los alrededores ponen a todo gas, y con lo masificado que está, parece que en vez de en un antiguo lugar de culto y peregrinación (como lo fue para los aztecas), estés en una rave.
5) Tulum
Tulum es un complejo de ruinas y playa ultrachachi, lleno de italianos fashionistas al más puro estilo ibicenco (que yo Ibiza no lo conozco, pero se me hace que debe ser un poco así, puaj...). Y bueno, aunque este comienzo suene un poco a que no me gustó, en realidad la combinación ruinas con playa tiene su punto. Porque a medida que vas viendo las ruinas mayas, te das cuenta de la experiencia estética supera con creces a la cultural. No se trata de ver las ruinas mejor conservadas, ni de poder dilucidar más cosas acerca de la civilización maya, sino de disfrutar de las ruinas y del entorno, y de esa naturaleza que después de siglos se come poco a poco a las piedras, haciendo que la ruina y la vegetación entren en una especie de simbiosis mística. Esto se ve sobre todo en Yaxchilán, pero en el caso de Tulum también tiene su punto, aunque sea con ese toque ibicenco / new age del que antes hablaba.
4) Monte Albán
Lo que tiene de especial Monte Albán es la energía. Por eso sube hasta el número cuatro. Y como eso de la energía es algo muy subjetivo, no me responsabilizo si alguno de ustedes va para allá y no la siente. Yo sí la sentí, no les puedo decir otra cosa. Me encantó. O tal vez es que nos lo explicaron muy bien, con anécdotas como la de que uno de los edificios, la llamada estructura J, con forma de punta de flecha, tiene con respecto al resto de construcciones la misma inclinación que el eje de la Tierra. O sea, que los zapotecas (los habitantes del monte en cuestión) ya por el siglo V a.C. sabían más de astronomía que los occidentales de casi dos mil años después. Sólo con esto, ya es para quedarse flipado.
3) Chichén-Itzá
Chichén Itzá es una de la nuevas maravillas del mundo. Palenque y Yaxchilán, no. Pero a mí me gustaron mucho más. Por eso Chichén está en el número tres. Y eso que la pirámide es espectacular. Y que lo de la aparición de la serpiente Kukulcán en el equinoccio te deja boquiabierto (aunque sólo sea con que te lo cuenten, porque ya hay que tener potra con ir para allá y que sea justo el equinoccio, y que además no esté nublado). Ell juego de pelota es, además, una pasada, como una especie de Macaraná o Bernabéu de la época. O lo de la acústica: otra pasada. Pero hay también otros factores en contra, como la masificación turística (y además el tipo de turismo, el de la Riviera Maya: todos recién casados o gordopilos americanos indocumentados, que no saben si lo que están viendo fue construido ¡en los años 60 o en los 80!) o el entorno: en Chichén echas de menos esa jungla que se lo come todo; Yucatán, donde se encuentra Chichén Itzá, es todo plano y mucho menos tropical, con un paisaje más al uso y menos exótico de lo esperable.
2) Palenque
Entrar en Palenque, toparte con el Templo de las Inscripciones y cortársete la respiración; todo es uno. No puedo explicar por qué, pero lo que sentí con este templo y con estas ruinas en general superó todas mis expectativas. Ni el calor agobiante de la jungla, ni la deshidratación, ni la cantidad de turistas que abarrotaba el lugar impidió que Palenque fuera uno de los lugares históricos más bonitos que he visto en toda mi vida, sólo comparable quizá con Santa Sofía, en Estambul. ¿Se acuerdan del síndrome de Stendhal? Pues yo no lo tuve en Florencia, pero sí en Palenque. O por lo menos, algo muy parecido. Nada más entrar y ver el Templo de las Inscripciones a la derecha, me olvidé de amigos, guías y demás, y me tuve que sentar durante diez minutos frente a esa escalinata, para contemplar embobado esa maravilla. Y si a eso le añades que después me pude colar en el sector C, que estaba cerrado al público, y que pude ver yo sólo esas ruinas infestadas de hojas y lianas; o que después de recorrer las ruinas nos adentramos por nuestra cuenta en la jungla hasta llegar a una cascada y perdernos, para salir una hora después por la zona de los aparcamientos (lo cual es prueba de que, si conoces el territorio, colarte sin pagar en Palenque no debe ser muy difícil); si a Palenque, como decía, le añades todo eso, la cosa ya no tiene parangón, y sólo Yaxchilán le puede hacer sombra.
1) Yaxchilán
Primero hay que dejar claro que el valor testimonial e histórico de Yaxchilán es muy inferior al de Chichén Itzá o Palenque. Yaxchilán está en la jungla más profunda (en la frontera con Guatemala) y la naturaleza más salvaje lo ha invadido todo. Hay árboles en las escalinatas y sobre los edificios; las raíces, las lianas y la hierba han arrasado con las piedras, hasta el punto de que los edificios parecen a punto de desmoronarse. Pero esa es la gracia de Yaxchilán, ahí está lo bonito. A Yaxchilán se llega sólo después una hora en lancha por el río Usumacinta (que separa México de Guatemala). Y no recuerdo qué día fuimos exactamente, pero aparte de nosotros, de los tucanes y de los monos saraguatos que no dejaban de aullar, no había nadie más. ¿No es ese el sueño de todo turista? ¿Sentir que NO eres un turista, sino un aventurero? Pues así nos sentimos en Yaxchilán: el único sitio maya de todos los que vimos en el cual recuperamos ese aire romántico de película de aventuras de los años 30 (o de Indiana Jones, que es lo mismo), cuando ya creíamos que era imposible. El laberinto, los murciélagos, las arañas gigantes, las lianas, los guajolotes, los árboles turistas, el calor asfixiante y la mayor tormenta y chaparrón debajo del que he estado en mi vida, hicieron de este uno de los días más divertidos que he pasado en todos los viajes que he hecho en mi vida.
10) Mitla
Mitla es poca cosa. Es una visita que se suele organizar desde Oaxaca porque cae cerca y porque, después de haber visto Monte Albán, es de lo más interesante de la zona en cuanto a antropología mesoamericana. Pero hay varias cosas que a mi parecer le restan interés. Primero, que gran parte de lo que podría verse está tapado por el propio pueblo de San Pablo de Mitla. Segundo, que son unas ruinas mucho más recientes que otras, pues son ya del Postclásico. Tercero, que quizá precisamente por eso, no tienen ese aire tan exótico que te sueles esperar con unas ruinas mayas, sino que se parecen más a cualquier ruina europea, ya sea griega o romana.
9) Bonampak
Bonampak está chulo porque está en medio de la selva (con un calor y una humedad de morirse, pero ahí está la gracia de sentirse uno aventurero, ¿no?) y como ruina en sí no es gran cosa, pero merece la pena ver esos frescos mayas que en ninguna otra parte se pueden ver, y que para tener más de 1200 años y estar prácticamente al aire libre, se conservan muy bien.
8) Toniná
Primero se encontraron con un templo en la cima de una montaña, y se pusieron a excavar. Pero tuvieron que excavar mucho más, porque el templo no estaba encima de la montaña, sino que ERA toda la montaña. ERA toda una ciudad construida hacia el cielo, que los siglos habían cubierto de tierra y vegetación. Hoy, Toniná sigue muy cubierta por un césped verdísimo y por algún que otro árbol, pero quizá eso es lo que lo hace más chulo.
7) El Templo Mayor
El Templo Mayor es lo único que queda de los mexicas (comúnmente llamados aztecas) y del Tenochtitlán original sepultado bajo la Ciudad de México. Si no tienes una idea previa de lo que fueron las civilizaciones mesoamericanas, poco te va a interesar, porque sólo vas a ser capaz de ver muro de piedra sobre muro de piedra bajo una enorme grieta del terreno, justo al lado del Zócalo en el DF. Pero si estás mínimamente iniciado, merece la pena, sobre todo por ver cómo los aztecas tuvieron tiempo para construir uno sobre otro los sucesivos siete templos en poco más de 100 años, antes de la llegada de los españoles. El corte transversal de la ruina te deja ver cada una de las etapas, y la cosa da hasta vértigo. Como curiosidad, decir que durante mucho tiempo se pensó que este templo nunca podría ser descubierto, porque se suponía que los españoles habíamos plantado la catedral cristiana justo encima. Hasta 1978 no se descubrió que en realidad el templo nunca estuvo bajo la catedral, sino bajo las calles Guatemala y Argentina, ¡a menos de 50 metros!
6) Teotihuacán
Teotihuacán es grandioso, la pirámide del Sol impresionante, y la de la luna no lo es menos. Lo que pasa es que el ambiente es de lo peor. Te tiras toda la visita escuchando el chunda chunda que los restaurantes de los alrededores ponen a todo gas, y con lo masificado que está, parece que en vez de en un antiguo lugar de culto y peregrinación (como lo fue para los aztecas), estés en una rave.
5) Tulum
Tulum es un complejo de ruinas y playa ultrachachi, lleno de italianos fashionistas al más puro estilo ibicenco (que yo Ibiza no lo conozco, pero se me hace que debe ser un poco así, puaj...). Y bueno, aunque este comienzo suene un poco a que no me gustó, en realidad la combinación ruinas con playa tiene su punto. Porque a medida que vas viendo las ruinas mayas, te das cuenta de la experiencia estética supera con creces a la cultural. No se trata de ver las ruinas mejor conservadas, ni de poder dilucidar más cosas acerca de la civilización maya, sino de disfrutar de las ruinas y del entorno, y de esa naturaleza que después de siglos se come poco a poco a las piedras, haciendo que la ruina y la vegetación entren en una especie de simbiosis mística. Esto se ve sobre todo en Yaxchilán, pero en el caso de Tulum también tiene su punto, aunque sea con ese toque ibicenco / new age del que antes hablaba.
4) Monte Albán
Lo que tiene de especial Monte Albán es la energía. Por eso sube hasta el número cuatro. Y como eso de la energía es algo muy subjetivo, no me responsabilizo si alguno de ustedes va para allá y no la siente. Yo sí la sentí, no les puedo decir otra cosa. Me encantó. O tal vez es que nos lo explicaron muy bien, con anécdotas como la de que uno de los edificios, la llamada estructura J, con forma de punta de flecha, tiene con respecto al resto de construcciones la misma inclinación que el eje de la Tierra. O sea, que los zapotecas (los habitantes del monte en cuestión) ya por el siglo V a.C. sabían más de astronomía que los occidentales de casi dos mil años después. Sólo con esto, ya es para quedarse flipado.
3) Chichén-Itzá
Chichén Itzá es una de la nuevas maravillas del mundo. Palenque y Yaxchilán, no. Pero a mí me gustaron mucho más. Por eso Chichén está en el número tres. Y eso que la pirámide es espectacular. Y que lo de la aparición de la serpiente Kukulcán en el equinoccio te deja boquiabierto (aunque sólo sea con que te lo cuenten, porque ya hay que tener potra con ir para allá y que sea justo el equinoccio, y que además no esté nublado). Ell juego de pelota es, además, una pasada, como una especie de Macaraná o Bernabéu de la época. O lo de la acústica: otra pasada. Pero hay también otros factores en contra, como la masificación turística (y además el tipo de turismo, el de la Riviera Maya: todos recién casados o gordopilos americanos indocumentados, que no saben si lo que están viendo fue construido ¡en los años 60 o en los 80!) o el entorno: en Chichén echas de menos esa jungla que se lo come todo; Yucatán, donde se encuentra Chichén Itzá, es todo plano y mucho menos tropical, con un paisaje más al uso y menos exótico de lo esperable.
2) Palenque
Entrar en Palenque, toparte con el Templo de las Inscripciones y cortársete la respiración; todo es uno. No puedo explicar por qué, pero lo que sentí con este templo y con estas ruinas en general superó todas mis expectativas. Ni el calor agobiante de la jungla, ni la deshidratación, ni la cantidad de turistas que abarrotaba el lugar impidió que Palenque fuera uno de los lugares históricos más bonitos que he visto en toda mi vida, sólo comparable quizá con Santa Sofía, en Estambul. ¿Se acuerdan del síndrome de Stendhal? Pues yo no lo tuve en Florencia, pero sí en Palenque. O por lo menos, algo muy parecido. Nada más entrar y ver el Templo de las Inscripciones a la derecha, me olvidé de amigos, guías y demás, y me tuve que sentar durante diez minutos frente a esa escalinata, para contemplar embobado esa maravilla. Y si a eso le añades que después me pude colar en el sector C, que estaba cerrado al público, y que pude ver yo sólo esas ruinas infestadas de hojas y lianas; o que después de recorrer las ruinas nos adentramos por nuestra cuenta en la jungla hasta llegar a una cascada y perdernos, para salir una hora después por la zona de los aparcamientos (lo cual es prueba de que, si conoces el territorio, colarte sin pagar en Palenque no debe ser muy difícil); si a Palenque, como decía, le añades todo eso, la cosa ya no tiene parangón, y sólo Yaxchilán le puede hacer sombra.
1) Yaxchilán
Primero hay que dejar claro que el valor testimonial e histórico de Yaxchilán es muy inferior al de Chichén Itzá o Palenque. Yaxchilán está en la jungla más profunda (en la frontera con Guatemala) y la naturaleza más salvaje lo ha invadido todo. Hay árboles en las escalinatas y sobre los edificios; las raíces, las lianas y la hierba han arrasado con las piedras, hasta el punto de que los edificios parecen a punto de desmoronarse. Pero esa es la gracia de Yaxchilán, ahí está lo bonito. A Yaxchilán se llega sólo después una hora en lancha por el río Usumacinta (que separa México de Guatemala). Y no recuerdo qué día fuimos exactamente, pero aparte de nosotros, de los tucanes y de los monos saraguatos que no dejaban de aullar, no había nadie más. ¿No es ese el sueño de todo turista? ¿Sentir que NO eres un turista, sino un aventurero? Pues así nos sentimos en Yaxchilán: el único sitio maya de todos los que vimos en el cual recuperamos ese aire romántico de película de aventuras de los años 30 (o de Indiana Jones, que es lo mismo), cuando ya creíamos que era imposible. El laberinto, los murciélagos, las arañas gigantes, las lianas, los guajolotes, los árboles turistas, el calor asfixiante y la mayor tormenta y chaparrón debajo del que he estado en mi vida, hicieron de este uno de los días más divertidos que he pasado en todos los viajes que he hecho en mi vida.
lunes, 30 de agosto de 2010
Por manido que esté
A veces, entre la paja se encuentran pepitas de oro. Leo comentarios en el facebook, ese absurdo hipnotizador de mentes que nos está volviendo aún más tontos que el Sálvame. Y me encuentro con un poema de Bécquer que alquien ha colgado. Manido, ¿eh?. Pero, de repente, alguien responde: "A veces cuando uno lee a Bécquer cree que ya toda la poesía quedó escrita en sus versos". Y no sé si ese comentario viene de un verdadero conocedor de la poesía o de un tolay cualquiera, pero me doy cuenta de que tiene razón. Porque Bécquer estará sobadísimo, pero en la literatura española hay pocos como él, con esa capacidad de compilar toda la tradición anterior y de abrir nuevos caminos para la poesía que vendría después (sin Bécquer, por ejemplo, Lorca no hubiera sido el mismo). Y con un lenguaje que llega a todos, y que lo mismo sirve para rellenar carpetas de adolescentes que para filosofar sobre el existencialismo romántico de fin de siglo (de siglo XIX, se entiende). Porque como decía Pepa, a propósito de la rima de las golondrinas, "lo de Bécquer sirve siempre para un roto o un descosido, pero pocas veces se plantea como el recuerdo de lo fugaz e irrepetible, del tiempo no recobrado." Y es verdad, lo fácil sería desdeñar al poeta sevillano; más difícil es darse cuenta de la verdadera hondura vital de sus aparentemente sencillas palabras.
Venga, yo, como mi amiga del facebook, también os dejo uno de Bécquer. El de las olas, que me encanta:
Venga, yo, como mi amiga del facebook, también os dejo uno de Bécquer. El de las olas, que me encanta:
Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!
Ráfagas de huracán que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!
jueves, 26 de agosto de 2010
En tierra extraña
Lejos de casa uno siempre va con los ojos mucho más abiertos, porque todo es nuevo. Pero también se da uno cuenta de lo cerrados que los lleva en su propia casa. Hace pocos días, en el Arts Institute de Chicago, me dejé envolver por los colores y los paisajes de los impresionistas como nunca me ha pasado. Ya había estado en el Musée d'Orsay de París, pero no debía estar aún lo suficientemente maduro, porque no recuerdo esa embriaguez de luz, color y pinceladas (las de Monet, Renoir y Van Gogh) que sí me dio en Chicago. En especial, con el cuadro de más arriba, ese Almuerzo en el restaurante Fournaise (no tan conocido como el otro almuerzo de los remeros, el de Amélie), que me absorbió sobremanera.
Fuen entonces cuando, entre pintura y pintura, con los ojos como platos, y a más de siete mil kilómetros de casa, me dio por pensar que llevo diez años viviendo en Madrid, y que todavía no he ido al Thyssen. Muy fuerte lo mío. Muchas veces, tiene uno que irse a tierras extrañas para darse cuenta de lo que nos perdemos en casa.
***
Y encima, cuando llego a casa, me encuentro en el frigorífico, en forma de imán, a la niña de la cara verde de Kirchner que tanto me gusta, sosteniendo una nota de agradecimiento de Mariola por haberle dejado la casa para visitar Madrid este verano. Mariola, que vive en Sevilla, lo ha visto en persona, y yo, gustándome tanto como me gusta ese cuadro con esa niña lorquiana de cara verde, ni siquiera sabía que lo tenía prácticamente debajo de mi casa. Como decía, muy fuerte lo mío.
Fuen entonces cuando, entre pintura y pintura, con los ojos como platos, y a más de siete mil kilómetros de casa, me dio por pensar que llevo diez años viviendo en Madrid, y que todavía no he ido al Thyssen. Muy fuerte lo mío. Muchas veces, tiene uno que irse a tierras extrañas para darse cuenta de lo que nos perdemos en casa.
***
Y encima, cuando llego a casa, me encuentro en el frigorífico, en forma de imán, a la niña de la cara verde de Kirchner que tanto me gusta, sosteniendo una nota de agradecimiento de Mariola por haberle dejado la casa para visitar Madrid este verano. Mariola, que vive en Sevilla, lo ha visto en persona, y yo, gustándome tanto como me gusta ese cuadro con esa niña lorquiana de cara verde, ni siquiera sabía que lo tenía prácticamente debajo de mi casa. Como decía, muy fuerte lo mío.
lunes, 5 de julio de 2010
Etiquetas / La fiebre del alternativismo
En estos días que corren, y en una ciudad moderna y cosmopolita y llena de opciones como Madrid (o Londres, o Berlín, o Nueva York, da igual), hay miles de opciones y subgrupos a los que adscribirse (moderno, jipi, gafapastero, gay, cani de barrio, choni, pokero, emo, gótico, mod, indie…). Antes lo más era pertenecer a uno de estos grupos (por el rollo de la autoafirmación o porque hubiera una necesidad real, eso da igual). Pero ahora lo último, lo que más rompe, es huir de las etiquetas. Algo en principio plausible, porque al final, y excepto a algunos cortos de miras, las etiquetas no definen a nadie. Pero lo de la huida de las etiquetas es un juego peligroso, porque ha terminado convirtiéndose en otra etiqueta más, aún más previsible si cabe. En Madrid cada vez se escucha más eso de “estoy harto de La Latina”, o lo de que “Chueca es un coñazo, demasiado trendy”. De Malasaña o de Lavapiés aún no se dice nada, quizá porque el primer barrio está en pleno proceso de redescubrimiento y reconversión, y porque el segundo acaba de empezar a ponerse de moda. Pero La Latina y Chueca llevan ya demasiado tiempo de moda, y claro, ya no son alternativos.
No me confundáis, yo soy el primero que ya está aburrido hace tiempo de estos dos barrios, y que a veces (y parecía imposible en mí), hasta Madrid me da ya pereza como instrumento autoafirmatorio para ese chaval que quiso escapar de la mediocridad del sur. Porque hace ya tiempo que descubrí que ese sur, de mediocre, tampoco tenía tanto, y que con sólo cogerte un cercanías, en 20 minutos desde la Puerta del Sol te encuentras con ambientes más mediocres y opresivos que el de cualquier pueblo andaluz.
Y está bien haber redescubierto ese sur, y haberme dado cuenta de que en Madrid no es oro todo lo que reluce. Pero de ahí al rechazo como pose va un trecho. Sigo teniendo claro que Madrid es lo mejor que me podría haber pasado, con esa Chueca y esa Latina que pueden estar trilladas, o con ese Lavapiés o esa Malasaña como génesis de lo nuevo.
Madrid se ha convertido además en los últimos años en un monumento viviente de la megalomanía autoafirmatoria (a veces impostada, a veces tremendamente divertida y sin parangón en toda España). Cinco o seis Noches en Blanco al año (la de los museos, la de los teatros, la de las librerías…), la noche de las tiendas abiertas, los puestos jipis y de artesanía en todas y cada una de las plazas, los stands turísticos, los 100 años de la Gran Vía, la Feria del Libro, el 2 de mayo, San Isidro, la Paloma. De no tener ninguna fiesta llamativa, de ser una ciudad sin identidad, Madrid ha pasado a ser la ciudad de los conciertos en la calle y las verbenas. ¿Qué hacer entonces? ¿Sumarse a la masa que cada vez abarrota más el centro de la ciudad o vivir al margen? Yo siempre he sido mucho de masas, y decidí vivir en Madrid por eso mismo (y además no en cualquier barrio, sino en plena Gran Vía), pero este fin de semana he sucumbido a la fiebre del alternativismo.
Ha sido justo en el Orgullo, la que ya es desde hace unos cuantos años la Fiesta Mayor de Madrid, la más megalomaníaca de todas (más incluso que las Fallas o los Sanfermines o la Semana Santa en otras ciudades). Y ha sido sin querer, porque me he dejado llevar. Como vivo en la Gran Vía, algo he visto, porque era inevitable, pero no he participado. Para más inri, la noche grande del Orgullo, la del sábado, preferí pasarla en casa de unos amigos viendo el España-Paraguay, y tomando luego gin-tonics de pepino (la nueva fiebre de los treintañeros madrileños) mientras escuchábamos vinilos de las sonatas de Beethoven por Barenboim. Con los tiempos que corren, no hay nada más alternativo que una noche como ésa, chaval.
Al salir de casa de estos amigos, pasé cerca de la Plaza de España, y vi de lejos a la masa y escuché los vítores de la actuación de Kylie Minogue. ¡Qué pereza!, pensé, imbuido aún en la fiebre del alternativismo, sintiéndome liberado del tópico y de la masa que te diluye. Y caminé hasta mi casa dando un rodeo para evitar la Gran Vía.
Dos días más tarde, hablo con esos muchos otros amigos que sí estuvieron ahí, en la Gran Vía, y que vieron el desfile, y que estuvieron en las plazas de Chueca, en una noche en la que además se mezcló la fiesta de los gays con la de los futboleros por el triunfo de España, en la que vuvuzelistas y drags bailaron juntos. Me lo cuentan todo y la fiebre del alternativismo se me baja a los pies, sustituida por la envidia y la sensación de haber caído en una trampa.
Sí, es verdad, cuidado con las etiquetas. La autoafirmación es un rollo y no hace más que constreñir a las personas. Pero cuidado también con huir de ellas a toda costa, porque puede ser aún más peligroso. O por lo menos, bastante más aburrido.
No me confundáis, yo soy el primero que ya está aburrido hace tiempo de estos dos barrios, y que a veces (y parecía imposible en mí), hasta Madrid me da ya pereza como instrumento autoafirmatorio para ese chaval que quiso escapar de la mediocridad del sur. Porque hace ya tiempo que descubrí que ese sur, de mediocre, tampoco tenía tanto, y que con sólo cogerte un cercanías, en 20 minutos desde la Puerta del Sol te encuentras con ambientes más mediocres y opresivos que el de cualquier pueblo andaluz.
Y está bien haber redescubierto ese sur, y haberme dado cuenta de que en Madrid no es oro todo lo que reluce. Pero de ahí al rechazo como pose va un trecho. Sigo teniendo claro que Madrid es lo mejor que me podría haber pasado, con esa Chueca y esa Latina que pueden estar trilladas, o con ese Lavapiés o esa Malasaña como génesis de lo nuevo.
Madrid se ha convertido además en los últimos años en un monumento viviente de la megalomanía autoafirmatoria (a veces impostada, a veces tremendamente divertida y sin parangón en toda España). Cinco o seis Noches en Blanco al año (la de los museos, la de los teatros, la de las librerías…), la noche de las tiendas abiertas, los puestos jipis y de artesanía en todas y cada una de las plazas, los stands turísticos, los 100 años de la Gran Vía, la Feria del Libro, el 2 de mayo, San Isidro, la Paloma. De no tener ninguna fiesta llamativa, de ser una ciudad sin identidad, Madrid ha pasado a ser la ciudad de los conciertos en la calle y las verbenas. ¿Qué hacer entonces? ¿Sumarse a la masa que cada vez abarrota más el centro de la ciudad o vivir al margen? Yo siempre he sido mucho de masas, y decidí vivir en Madrid por eso mismo (y además no en cualquier barrio, sino en plena Gran Vía), pero este fin de semana he sucumbido a la fiebre del alternativismo.
Ha sido justo en el Orgullo, la que ya es desde hace unos cuantos años la Fiesta Mayor de Madrid, la más megalomaníaca de todas (más incluso que las Fallas o los Sanfermines o la Semana Santa en otras ciudades). Y ha sido sin querer, porque me he dejado llevar. Como vivo en la Gran Vía, algo he visto, porque era inevitable, pero no he participado. Para más inri, la noche grande del Orgullo, la del sábado, preferí pasarla en casa de unos amigos viendo el España-Paraguay, y tomando luego gin-tonics de pepino (la nueva fiebre de los treintañeros madrileños) mientras escuchábamos vinilos de las sonatas de Beethoven por Barenboim. Con los tiempos que corren, no hay nada más alternativo que una noche como ésa, chaval.
Al salir de casa de estos amigos, pasé cerca de la Plaza de España, y vi de lejos a la masa y escuché los vítores de la actuación de Kylie Minogue. ¡Qué pereza!, pensé, imbuido aún en la fiebre del alternativismo, sintiéndome liberado del tópico y de la masa que te diluye. Y caminé hasta mi casa dando un rodeo para evitar la Gran Vía.
Dos días más tarde, hablo con esos muchos otros amigos que sí estuvieron ahí, en la Gran Vía, y que vieron el desfile, y que estuvieron en las plazas de Chueca, en una noche en la que además se mezcló la fiesta de los gays con la de los futboleros por el triunfo de España, en la que vuvuzelistas y drags bailaron juntos. Me lo cuentan todo y la fiebre del alternativismo se me baja a los pies, sustituida por la envidia y la sensación de haber caído en una trampa.
Sí, es verdad, cuidado con las etiquetas. La autoafirmación es un rollo y no hace más que constreñir a las personas. Pero cuidado también con huir de ellas a toda costa, porque puede ser aún más peligroso. O por lo menos, bastante más aburrido.
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