lunes, 30 de agosto de 2010

Por manido que esté

A veces, entre la paja se encuentran pepitas de oro. Leo comentarios en el facebook, ese absurdo hipnotizador de mentes que nos está volviendo aún más tontos que el Sálvame. Y me encuentro con un poema de Bécquer que alquien ha colgado. Manido, ¿eh?. Pero, de repente, alguien responde: "A veces cuando uno lee a Bécquer cree que ya toda la poesía quedó escrita en sus versos". Y no sé si ese comentario viene de un verdadero conocedor de la poesía o de un tolay cualquiera, pero me doy cuenta de que tiene razón. Porque Bécquer estará sobadísimo, pero en la literatura española hay pocos como él, con esa capacidad de compilar toda la tradición anterior y de abrir nuevos caminos para la poesía que vendría después (sin Bécquer, por ejemplo, Lorca no hubiera sido el mismo). Y con un lenguaje que llega a todos, y que lo mismo sirve para rellenar carpetas de adolescentes que para filosofar sobre el existencialismo romántico de fin de siglo (de siglo XIX, se entiende). Porque como decía Pepa, a propósito de la rima de las golondrinas, "lo de Bécquer sirve siempre para un roto o un descosido, pero pocas veces se plantea como el recuerdo de lo fugaz e irrepetible, del tiempo no recobrado." Y es verdad, lo fácil sería desdeñar al poeta sevillano; más difícil es darse cuenta de la verdadera hondura vital de sus aparentemente sencillas palabras.

Venga, yo, como mi amiga del facebook, también os dejo uno de Bécquer. El de las olas, que me encanta:

Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!

Ráfagas de huracán que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!

Nubes de tempestad que rompe el rayo
y en fuego ornáis las desprendidas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras!


Llevadme por piedad a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad! ¡Tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!


jueves, 26 de agosto de 2010

En tierra extraña

Lejos de casa uno siempre va con los ojos mucho más abiertos, porque todo es nuevo. Pero también se da uno cuenta de lo cerrados que los lleva en su propia casa. Hace pocos días, en el Arts Institute de Chicago, me dejé envolver por los colores y los paisajes de los impresionistas como nunca me ha pasado. Ya había estado en el Musée d'Orsay de París, pero no debía estar aún lo suficientemente maduro, porque no recuerdo esa embriaguez de luz, color y pinceladas (las de Monet, Renoir y Van Gogh) que sí me dio en Chicago. En especial, con el cuadro de más arriba, ese Almuerzo en el restaurante Fournaise (no tan conocido como el otro almuerzo de los remeros, el de Amélie), que me absorbió sobremanera.

Fuen entonces cuando, entre pintura y pintura, con los ojos como platos, y a más de siete mil kilómetros de casa, me dio por pensar que llevo diez años viviendo en Madrid, y que todavía no he ido al Thyssen. Muy fuerte lo mío. Muchas veces, tiene uno que irse a tierras extrañas para darse cuenta de lo que nos perdemos en casa.

***

Y encima, cuando llego a casa, me encuentro en el frigorífico, en forma de imán, a la niña de la cara verde de Kirchner que tanto me gusta, sosteniendo una nota de agradecimiento de Mariola por haberle dejado la casa para visitar Madrid este verano. Mariola, que vive en Sevilla, lo ha visto en persona, y yo, gustándome tanto como me gusta ese cuadro con esa niña lorquiana de cara verde, ni siquiera sabía que lo tenía prácticamente debajo de mi casa. Como decía, muy fuerte lo mío.