Guadalupe, el capataz de los extremeños, que, pese a su nombre, era un muchacho atezado y musculoso, con bruscos y ágiles ademanes de gitano, les dijo de entrada a los mozos del pueblo en la taberna del Malvino que venían dispuestos a convertir Castilla en un jardín. El Pruden se había sonreído escépticamente y el Guadalupe le dijo: «¿Es que no lo crees?». Y el Pruden respondió melancólicamente: «Sólo Dios hace milagros».
Los extremeños comenzaron el trabajo por la Cotarra Donalcio y en pocos meses la motearon de pimpollos, como la cara de un hombre picado de viruelas. Pero tan pronto concluyeron, un sol implacable derramó su fuego sobre la colina y los incipientes pinabetes comenzaron a amustiarse y a las dos semanas un setenta por ciento de los arbolitos trasplantados estaban resecos y chascaban al pisarlos como leña. Los supervivientes se defendieron unas semanas aún, pero al poco tiempo perecieron también calcinados y la faz de la Cotarra Donalcio volvió a ser tan adusta y hosca como antes de dejar su huella allí los extremeños. El yeso cristalizado brillaba en el borde de las hoyas de greda, y Guadalupe, el Capataz, al divisar los guiños del cerro desde los bajos juraba y decía:
–Todavía se cachondea el marica de él.
Hablaban de los cerros con rencor, pero, pese al estéril resultado, no cejaban en el empeño. A veces aparecía por el pueblo el ingeniero, que era un hombre campechano aunque con esa palidez que contagian las páginas de los libros a quien ha estudiado mucho y, entonces, se reunía con los doce extremeños en la taberna del Malvino y les arengaba como el general a los soldados antes del combate:
–Extremeños –decía–, tened presente que, hace cuatro siglos, un mono que entrara en España por Gibraltar podía llegar al Pirineo saltando de rama en rama sin tocar tierra. Con vuestro entusiasmo, el país volverá a ser un inmenso bosque.
El Pruden v el Malvino cambiaban una mirada de inteligencia. Tras la visita del ingeniero, que bebía con ellos como un igual, los extremeños acrecían sus esfuerzos, ahondaban las hoyas de cada pimpollo para que sirviera de recipiente a las aguas pluviales y les protegiera del matacabras, pero las lluvias no se presentaban y, al llegar julio, el pimpollo se asaba en el hoyo como un pollo en su propio jugo.
Miguel Delibes, Las ratas
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