viernes, 16 de noviembre de 2007

Un encuentro

Capítulo 1: El rey Nezahualpilli tiene una hija
Capítulo 2: Don Rodrigo Manrique tiene un hijo

Y es sólo el principio. Os hablo del libro que más me ha impactado en mucho tiempo. Se llama El corazón de piedra verde y lo escribió Salvador de Madariaga en 1941. Es el relato de uno de los momentos más apasionantes de la historia de la humanidad: la conquista de México. Un choque entre civilizaciones como nunca hubo y como nunca habrá, al menos hasta que entremos en contacto con una civilización extraterrestre (y que Dios nos coja confesaos). Os pongo un extracto que en realidad no tiene nada que ver con la historia principal, pero que creo que tiene un gran poder simbólico. Imaginad una yegua abandonada en tierras americanas...:

"A la yegua le fue indiferente que la dejaran sola. Con el buen sentido de una hembra experta, se adaptó inmediata­mente a la nueva tierra, se buscó un abrigo confortable, des­cubrió los mejores abrevaderos y a su debido tiempo dio a luz un potro tan blanco como su madre. Pero a los pocos días del parto, cuando el potro se acercó a su madre para mamar, co­menzaron a temblarle las piernas todavía delgaduchas e inse­guras, se le estremeció el hocico y se le dilataron los ojos. La yegua había muerto y los instintos profundos le decían a la criaturilla recién nacida que se alejara del cadáver. Se quedó vacilando unos instantes, sin saber qué hacer ni adónde ir, y se alejó brincando de mata en mata.

Solo, anduvo recorriendo el valle buscando de comer. Pero no había nada que comer en ninguna parte. Había un sinfín de hojas verdes, de ramillas, de hierba y otras plantas, pero no había nada que comer, ni una sola ubre que chupar. El mundo era un lugar bien extraño. «Hay que ver –rumiaba el animali­to en su mente oscura–, hay que ver un mundo en donde anda uno lo menos medio tiempo de sol entre dos lunas sin encon­trar ni una sola ubre. Esto no tiene sentido.» Exhausto y ham­briento se hizo un ovillo y se quedó dormido.

Bajaba un rebaño de venados a todo correr sierra abajo ha­cia los remansos del río, para beber. En vanguardia galopaba un cervatillo, apenas de un mes, que se creía capaz de correr y saltar más que el más pintado a pesar de los consejos de pru­dencia que su madre había intentado tantas veces hacer pe­netrar en su cerebro mirándole con gravedad en los ojos. El cervatillo corría de risco en risco y de riesgo en riesgo sin la menor vacilación, a pesar de que no tenía todavía los ojos adiestrados a medir distancias. De pronto, le salió corto un brinco y cayó en el vacío entre dos rocas, roto el cuerpo para siempre en los peñascales del barranco. Su madre llegó a los pocos instantes al borde de aquel barranco siniestro en cuyo fondo yacía su hijuelo muerto. Con las piernas temblándole, fue bajando poco a poco hasta el arroyo, olió y lamió el cuer­po todavía tibio, y, después de contemplado durante largo tiempo, se alejó lentamente con lágrimas en los ojos.


«Ya lo decía yo», pensaba con el corazón dolorido. Al an­dar sentía las ubres llenas de leche ir y venir de una pierna a otra al ritmo lento de su paso abatido y triste. «¿Qué haré yo con toda esta leche?» El rebaño de los venados había desapa­recido. A corta distancia divisó la triste madre algo que no se parecía a nada de lo que hasta entonces habían visto sus ojos. Se acercó y vio que era como una especie de cervatillo, pero muy distinto de forma: blanco y bonito, pero más metido en carnes que solía ser su especie. De seguro que era de muy tier­na edad. Estaba dormido. La madre se acostó a su lado, quizá movida por un oscuro instinto materno, y aguardó. Pasó al­gún tiempo y aquello blanco, bonito y vivo se despertó. Ex­ploró el mundo circunvecino con el hocico. «¡Ubres!», se dijo con alegría. Y, ávido, se puso a chupar."

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