Respondiendo a mi petición, porque supuse que tenía mucho que contar, Alejandro ha incluido un comentario al post sobre el nuevo Indy. Lo que no me esperaba es este super análisis de una decepción, con el que podéis o no estar de acuerdo (ni yo mismo sé si lo estoy completamente, deberé ver la peli más veces) pero que da gusto leer por su inteligencia y poder clarificador. De todo, lo que más me ha gustado, es ese resumen a base de flashazos de mi entrega favorita de la saga, El templo maldito
. Simplemente genial.Bueno, pues ahí lo tenéis, el lúcido y desgarrado análisis de Alejandro:
Voy al cine desde antes de tener uso de razón. He salido muchas veces engañado (algunas contigo), pero sólo en dos ocasiones me he sentido traicionado. La primera fue con Vanilla Sky. La segunda fue el pasado jueves 22 de mayo. Te explicaré por qué.
Para empezar es conveniente desde ya dividir al personal en dos categorías, disfrutones y puristas. Es imposible que con “Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal” un purista y un disfrutón se puedan poner de acuerdo. Así que mejor va siendo que cada cual decida en qué grupo está para así saber en qué división juega. Yo confieso que con Indiana Jones soy un purista. Pienso que las tres primeras películas descansan en el olimpo de las veinte mejores obras de aventuras y acción jamás filmadas, honor que no creo que se haya ganado ninguna otra de las sagas cinematográficas de su “género”; ni “Alien”, “Arma letal”, “Jungla de cristal”, “Star wars” –destrozada por Lucas en 1999- o incluso “Regreso al futuro”, pues en cualquiera de ellas hallaremos algún o algunos títulos muy flojos. Indiana Jones como antigua trilogía debería salir intacta de cualquier análisis crítico a este respecto para todo amante del cine de aventuras y acción, pues las tres presentan méritos que le son exclusivos. “Raiders” sobresale por su guión paradigmático y perfecto en estructura –estudiado en todas la escuelas de cine del mundo- y por tener un segundo acto de primer nivel que culmina con la mejor secuencia de acción jamás rodada –esos épicos diez minutos de infarto que acaban con Indy en los bajos del camión nazi-. “El templo maldito” destaca por ser un ambicioso y envidiable tour de force de espectáculo circense desde el primer minuto hasta el último (un número musical, todos contra Indy, “¡Llegas tarde, Laoche!” y Lao Che Air Freight, un avión sin pilotos, una lancha volando, unos murciélagos que acojonan, unos sorbetes de sesos de mono para recuperar fuerzas, un polvo que no se echa, unos pinchos que salen del techo y del suelo que por poco te hacen moruno, un tío que saca corazones con la mano, unas piedras que brillan de la hostia, Indy malvado, la paliza de un gigante mientras le hacen vudú, una carrera por una montaña rusa, una riada que sale de la nada, un precipicio, un puente con los dos extremos vigilados, cortarlo contigo y tus amigos dentro como única vía de escape, que el de antes por poco te saque ahora el corazón a ti… uf!) todo ello conservando y respetando –ahí el mérito- lo creado en la primera. “La última cruzada”, si bien no tiene un guión como el de las anteriores, halla en el desarrollo de personajes su punto fuerte, mostrándonos con extraordinaria magia y naturalidad, de un lado, el nacimiento de nuestro héroe y, de otro, la relación con su padre, en una aportación inigualable en toda la saga (y hasta diría que en ninguna vista de estas características, más preocupadas siempre en dar más de lo mismo que en desarrollar la psicología de sus personajes centrales). Y las tres películas, ya en conjunto, están rodadas bajo una segura y contundente puesta en escena basada en la espectacularización de todo lo acontecido, ya sea drama o comedia, pero siempre comprometidos con el guión, la psicología y valores de sus personajes y con el estilo y formas de acción creados en la primera película y que supieron conservar –sin agotarse, multiplicando sus posibilidades- las siguientes.
Llegamos así a “Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal”.
Si contemplamos la película desde el punto de vista de un purista, esta cuarta aventura de Indiana Jones es un sacrilegio, una traición como la copa de un pino de los creadores hacia su personaje. Por mucho que nos hayan vendido durante el último año y en las últimas semanas, que los árboles no nos impidan ver el bosque: Indiana Jones nunca fue el látigo, ni el sombrero, ni su pegadizo tema musical. Eso vino después. El ensalzamiento a aquellos elementos de caracterización no han sido nunca otra cosa que la concreción física que los espectadores de todo el mundo durante una generación le hemos otorgado a los valores psicológicos y de comportamiento del personaje, pues fueron éstos y no aquellos lo que primero nos sedujo de Indy: un afán de superación fuera de toda lógica, una fuerza de voluntad a prueba de bombas que lograba sacar fuerzas de flaqueza en los peores momentos. Por mucho que estuviera en las peores situaciones, Indy lograba salir de ellas con ingenio y con un espíritu combativo al que no podría alcanzarle ni Arantxa Sánchez Vicario cuando iba perdiendo un partido (los que sepáis de tenis sabréis a qué me refiero). Se crearon así auténticos momentos irrepetibles no sólo de buen cine sino de personaje y espectadores de la mano al borde del infarto. Y ahora, casi veinte años después, pero con la trilogía como parte de nuestro imaginario colectivo –lo cual hace más grave la traición y que sólo pone de manifiesto la falta de reflexión y de espíritu crítico sobre el cine contemporáneo, en el que todo vale-, sus creadores y muchos espectadores (los que defienden lo indefendible y justifican los injustificable), como falsos enfermos del mal de Alzheimer, reniegan de las bases dramáticas y épicas sobre las que el personaje fue creado y piden sólo, como los romanos pedían pan y circo, que coja el látigo, se ponga el sombrero y suene la musiquita. Y eso es lo que nos han dado, nada más. Pero no cuela. Indiana Jones 4 no sólo es una mala película de aventuras, es una película traidora. Pues es autoconsciente, que sólo juega a ser una película de Indiana Jones. Toda ella es un armazón superficial construido bajo una mirada externa, lanzada desde afuera, que no se compromete con los valores de la historia ni las motivaciones de los personajes, pues de lo que está preocupada es de hacer ver que es una película de Indiana Jones. Así, tienen más importancia los homenajes, que salga la sombra del sombrero, el Arca, Indiana dando clases, que se hagan referencias a Marcus y a Henry Jones, la innecesaria y nada constructiva presencia de Karen Allen, que tomarse tiempo para narrar concienzudamente la historia, dibujar a sus personajes (absolutamente todos son prescindibles, la historia funcionaría de igual manera si faltara alguno de ellos incluido, en algunos tramos de la cinta, el propio Indiana Jones, algo impensable en las otras tres) y retomar el espíritu de las anteriores, siendo el uso y abuso de los efectos digitales por ordenador el ejemplo más deshonesto (Spielberg y Lucas repitieron hasta la saciedad que esta nueva entrega conservaría el estilo visual de las anteriores y que prescindirían en la mayor parte del ordenador y la primera imagen de la película es un topo digital ¿Eran necesarios los topos digitales?, ¿los monos digitales?, ¿las hormigas digitales?) .
Si miramos la película bajo el punto de vista de un disfrutón –¡buf! lo intentaré-, habría que plantearse primero dónde creemos estar: si en un restaurante de cinco tenedores en el que sirven las mejores aventuras de la historia del celuloide o en un Burguer King, junto a Tomb riders, spidermanes o momias de turno. Presumo que la mayoría sabe donde está y que todo el mundo ha pedido vino, un entrante más o menos sabroso y un suculento segundo. Al fin y al cabo esto es lo que nos han dado siempre. Pues, lo miremos desde donde los miremos, nos han traído una hamburguesa aplastada con patatas rancias y una coca-cola: la historia es floja, la trama está mal hilvanada y no se sigue con facilidad (¿puede alguien explicarme claramente qué demonios hace la calavera de cristal?), la acción ha perdido toda credibilidad (la nevera, Mutt enseñado por monos digitales a trepar por lianas, ¡enseñado por monos!, la lucha de las espadas sin una mínima sensación de peligro -¿alguien se ha parado a pensar que si Mutt se cayera del jeep mientras lucha con las espadas no pasaría nada? Se levantaría y punto, o un águila le recogería en la caída, o… cualquier cosa-, el coche con todos dentro que aterriza en una rama, y no sigo porque le he prometido a mi psicólogo no recordar más el tema), no hay tensión ni drama en ninguna escena y los diálogos son más pobres y evidentes que los de “Al salir de clase”. Y no, no reconoceré un solo detalle bueno de esta película, porque decir que son buenos el principio con la música de Elvis, el plano de presentación de Mutt en la estación de tren o algunos momentos de la persecución en moto por la Universidad sería como encima agradecerle al camarero de este restaurante que se llama Spielberg que al menos el hielo de la Coca-cola no está derretido.
Si lo miramos con calma y pretendemos darle una explicación a tamaño desastre, no hay tampoco que darle muchas vueltas. En la mayoría de los casos y en especial en el cine norteamericano, existen dos tipos de cineastas: aquellos que con el paso de los años van ganando madurez y obtienen sus mejores films –o, mejor dicho, films donde la perfección narrativa y técnica se funde mejor con su universo personal- pasados los cincuenta (Michael Mann, Alfred Hitchcock) y aquellos que destacan por la garra de su juventud y el espíritu innovador en sus propuestas (Scorsese, Coppola). Desafortunadamente para nosotros, Lucas y Spielberg se encuentran en este segundo grupo. El primero ha conseguido algo curiosísimo: al igual que nuestro Jose María Aznar con su partido, ha levantado él solo su propio mito y luego lo ha hundido. En el caso de Spielberg, a pesar de que las correctas “Minority Report” y “La guerra de los mundos” nos pudieron hace pensar que había vuelto el creador del espectáculo cinematográfico moderno por excelencia, lo cierto es que ninguna de ellas puede competir en este sentido con “Tiburón”, “ET”, “Encuentros en la tercera fase” o la trilogía de Indiana Jones. Con una carrera muy irregular desde "La Lista de Schindler”, Spielberg ha creado truños insufribles (“La terminal”, “Inteligencia artificial”) o auténticas obras maestras (“Salvar al soldado Ryan”, “Munich”). Y, mal que nos pese a los fans del arqueólogo, su garra narrativa, su control milimétrico de la tensión en la narración de las secuencias de acción, y su vocación de espectáculo puro y duro, hace más de una década que desapareció. Spielberg ya no es el director de “Tiburón”, es el de “Munich” y eso deberían haberlo previsto antes de orquestar el mayor engaño en el cine de palomitas del SXXI y haberle dado el guión, por ejemplo, a alguno de sus muy dignos sucesores: M. Night Shyamalan o Alejandro Amenábar. Estoy convencido de que lo habrían hecho mil veces mejor.