Con 15 años, después de leer La casa de los espíritus, me zampé unas cuantas novelas más de la Allende, pero me pareció que a todas les faltaba ese hálito esencial que alimentaba a la ópera prima. Cuando digo hálito esencial, aunque suene muy profundo y revelador, a lo mejor me refiero sólo a la capacidad de la Allende para montarse un culebrón de esos bigger than life, con amores, desamores, apariciones, desapariciones y todo tipo de líos familiares, que te tienen más en vilo que una peli de Hitchcock. Porque creo, sin desmerecer, que ahí reside la fuerza creadora de la Allende, que a muchos les puede parecer anodina, pero que a mí me deja fuera de juego.
Entre aquellas novelas que leí después de La casa de los espíritus no estuvo El plan infinito. Ésa me la acabo de leer ahora, por consejo de mi hermana, y aquí sí que he vuelto a encontrarme con esa capacidad de culebrear, con ese torbellino literario repleto de personajes que vienen y se van, vivos y muertos que se dan la mano, saltos en el tiempo, sorpresas y casualidades que te tienen en vilo. La tesis de El plan infinito no es muy diferente a la de La casa de los espíritus. Aquí la saga terminaba con el testimonio de Alba intentando romper una cadena de odio y rencillas familiares: el perdón frente al odio y la venganza. En El plan infinito la familia es igualmente importante, pero el recorrido es individual: la lucha de Gregory Reeves contra sí mismo y para encontrase a sí mismo desde un origen mestizo (mitad chicano mitad gringo) y con unos avatares vitales (un padre que abusa de su hermana, una violación en el colegio, dos matrimonios fracasados, Vietnam, una hija drogada que se prostituye, un hijo con problemas de conducta, una vida al borde de la bancarrota, y un largo etcétera) que darían por vencido a cualquiera, pero que en caso de la novela culminan en un momento de paz y esperanza, sólo alcanzadas cuando el protagonista se da cuenta de que "el fracaso y el éxito no existen (...), son inventos de los gringos. Se vive no más, lo mejor posible, un poquito cada día, es como un viaje sin meta, lo que cuenta es el camino."
Y bien saben los que me conocen que de antiamericano tengo bien poquito. Que los States me fascinan a pesar de todo lo que representan, pero que esa entelequia del éxito, el sursum corda de los norteamericanos, es lo que más daño les está haciendo, y que no tener ese éxito presente como guía de vida me hace estar orgulloso de haber nacido en este rinconcito decadente del mundo junto al Mediterráneo, tan chiquito y tan revoltoso, que es España.
Entre aquellas novelas que leí después de La casa de los espíritus no estuvo El plan infinito. Ésa me la acabo de leer ahora, por consejo de mi hermana, y aquí sí que he vuelto a encontrarme con esa capacidad de culebrear, con ese torbellino literario repleto de personajes que vienen y se van, vivos y muertos que se dan la mano, saltos en el tiempo, sorpresas y casualidades que te tienen en vilo. La tesis de El plan infinito no es muy diferente a la de La casa de los espíritus. Aquí la saga terminaba con el testimonio de Alba intentando romper una cadena de odio y rencillas familiares: el perdón frente al odio y la venganza. En El plan infinito la familia es igualmente importante, pero el recorrido es individual: la lucha de Gregory Reeves contra sí mismo y para encontrase a sí mismo desde un origen mestizo (mitad chicano mitad gringo) y con unos avatares vitales (un padre que abusa de su hermana, una violación en el colegio, dos matrimonios fracasados, Vietnam, una hija drogada que se prostituye, un hijo con problemas de conducta, una vida al borde de la bancarrota, y un largo etcétera) que darían por vencido a cualquiera, pero que en caso de la novela culminan en un momento de paz y esperanza, sólo alcanzadas cuando el protagonista se da cuenta de que "el fracaso y el éxito no existen (...), son inventos de los gringos. Se vive no más, lo mejor posible, un poquito cada día, es como un viaje sin meta, lo que cuenta es el camino."
Y bien saben los que me conocen que de antiamericano tengo bien poquito. Que los States me fascinan a pesar de todo lo que representan, pero que esa entelequia del éxito, el sursum corda de los norteamericanos, es lo que más daño les está haciendo, y que no tener ese éxito presente como guía de vida me hace estar orgulloso de haber nacido en este rinconcito decadente del mundo junto al Mediterráneo, tan chiquito y tan revoltoso, que es España.
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