sábado, 31 de mayo de 2008

Pseudoficción

Siempre me ha gustado la metaliteratura, o lo que yo entiendo por tal: los libros que tratan de escritores y de la creación literaria en general. También las pelis: es ver a alguien frente a una máquina de escribir y me engancho. Pero últimamente me he fijado más en ciertos escritores cuyos libros son un peligroso reflejo de sus vidas reales. Sí, ya sé, todo es ficción, pero hay escritores en los que lo ficticio es apenas una capa que a poco que rasques desaparece. Está claro que no hay nada como escribir sobre lo que te rodea, pero entonces pienso en todos esos supuestos personajes de ficción que no son más que la familia y amigos (o enemigos) del escritor en cuestión, apenas disfrazados mediante un nombre que en ocasiones tampoco se diferencia mucho del original. ¿Qué pensarán ellos?

Yo, como lector, disfruto mucho con este tipo de libros, tal vez por el morbo añadido al saber que lo que estoy leyendo no es tan ficticio como pudiera parecer. Pero el autor, ¿con qué cara se ha de enfrentar luego a los que le rodean? ¿Es que acaso la necesidad de escribir es más fuerte que el estar en paz con ellos?

Todo esto me viene a raíz de autores como Javier Marías, Philip Roth o la misma Isabel Allende. Acabo de leerme casi del tirón cuatro libros suyos. Primero fue la relectura de La casa de los espíritus. Luego El plan infinito, donde lo cuenta todo sobre su marido (disfrazado con otro nombre, pero su marido al fin y al cabo). Y por último, Paula y La suma de los días; estos ya sí, fuera de la ficción, pues son memorias en toda regla. Memorias en las que la Allende no tiene problema en relatar cada una de lo que para otros serían miserias familiares. La Allende se arrastra por el barro, eso sí, para al final salir aún más fuerte. Especialmente en el último libro, resumen de sus vivencias familiares desde la muerte de su hija Paula. Unas vivencias más movidas que las de cualquier saga de ficción. A esta mujer y a su parentela les ha pasado de todo (una hija muerta, hijastros drogadictos, una de ellas prostituida y desaparecida, una nuera que procede del Opus y termina haciéndose lesbiana, unos nietos que acarrean una enfermedad genética que tiene a la familia en vilo, una oficina en constante bancarrota, y un largo etcétera) y lo mejor es que lo cuenta. Y claro, yo como lector lo celebro, con tanto movimiento me he despachado el libro en menos de tres días. Pero pienso en lo que le habrá costado a la Allende tener en paz a la familia después de publicar todo esto.

La introducción del libro contiene esta conversación entre la Allende y su agente, Carmen Balcells, a modo de justificación:

–Escribe unas memorias, Isabel.
–Ya las escribí. ¿No te acuerdas?
–Eso fue hace trece años.
–A mi familia no le gusta verse expuesta, Carmen.
–Tú no te preocupes de nada. Mándame una carta de doscientas o trescientas páginas y me encargo de lo demás. Si hay que escoger entre contar una historia y ofender a los parientes, cualquier escritor profesional escoge lo primero.
–¿Estás segura, Carmen?
–Completamente.

Y la Balcells convenció a la Allende. Pero no sé si a mí me convence eso de anteponer las historias a los parientes. Seguro que la Allende ha tenido que invertir más tiempo en aplacar los ánimos familiares que en escribir la propia obra. Aunque por otro lado, tener a cientos de miles de lectores por todo el mundo solidarizados con tus avatares familiares es un todo un puntazo.

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