En los últimos años ha sido raro el verano que no he parado al menos unos cuantos días en Cádiz, (o en Zahara, o en Chiclana, o en el Palmar, o en Conil). Y aunque la playa nunca me ha apasionado, siempre he defendido este rinconcito del sur como el mejor destino veraniego dentro de la Península. Pero ha sido este año cuando de verdad me he dado cuenta de lo que me gusta Cádiz, de lo bonita que es, de su buen rollo, y de la calidad humana de la gente que conozco y que es de aquí.
Cádiz ni siquiera tiene una definición clara en términos geográficos. Miren lo que dice la wikipedia:
El conjunto formado por Cádiz y San Fernando está separado de la Península Ibérica por el Caño de Sancti Petri. Históricamente ha sido desde un pequeño archipiélago (llamado Gadeiras), a una sola isla, situación en la que se debate si se encuentra en la actualidad. Ésta particularidad hace que sea difícil definir su condición geográfica, aunque hoy día recibe un plan de tratamiento insular. Fue bautizada por Lord Byron como Sirena del Océano y se la conoce popularmente como la Tacita de Plata.
Será por eso que en Cádiz, tan pequeñita y apretujada como está, cabe casi de todo. Este verano mi cuerpo y mi corazón, que se están recomponiendo poquito a poco, han recalado ya dos veces en la tacita de plata. Entre medias, Barcelona, Madrid, Fuengirola, Sevilla y Escocia. Pero no hay dos sin tres. En unos días volveré a Cádiz, y tal vez mi alma se enmende del todo sobre la arena blanca de la playa de la Victoria, o frente al Levante traicionero, o en un coche aparcado en la Punta de San Felipe (que nunca se sabe, jeje).
Qué gracia que yo, que siempre he denostado mis orígenes andaluces, logre recomponer ahora el rompecabezas del último año al son de ese acento del sur del que salí huyendo hace ya una década.