Y más sitios en los que yo no he estado (o al menos no este verano, que ha sido movido, pero no tanto): la Inglaterra de antes de la Gran Guerra, Malasia en los años 20, los gángters en Chicago, la Alemania nazi, el Nueva York de los años 40, un casino en Montecarlo, París, Tánger, Gibraltar, una casa de campo en Austria, el medio oeste americano y un etcétera casi mareante.
El novelón en cuestión no está menos lleno de referencias que de lugares. Hasta el punto de que tras terminarlo, uno no sabe con qué quedarse, de tanta información procesada. Y eso que sólo llegaba a pillar una de cada diez de esas referencias. Uno echaba en falta esas notas a pie típicas de las ediciones críticas de los clásicos de Cátedra que te lo explican todo con pelos y señales.
Eso sí, lo que tienen los anglosajones es que aunque se pongan a un nivel intelectual inalcanzable, no se les olvida ser amenos. Anthony Burgess se monta unos chascarrillos memorables, especialmente el chascarrillo final, el que tiene que ver con el supuesto milagro que funciona como mcguffin de la historia.
El libro tiene momentos memorables, como el de Toomey paseando entre lo que queda de un campo de concentración nazi recién terminada la guerra, y llegando a la conclusión de que la maldad, como ese olor nauseabundo que desprenden los cuerpos en descomposición que aún quedan a su alrededor, es inevitablemente inherente al hombre. Pero Toomey, como buen dandy, es un frívolo. Este pasaje es uno de los pocos realmente profundos del libro. Por eso he decidido escoger otro pasaje más ligero pero que me encantó. Mirad como describe el británico Toomey el ecléctico y mareante paisaje de Los Ángeles, quintaesencia americana:
Yo no conducía, nunca había conducido. En Los Ángeles, utilizaba un coche de los estudios cinematográficos para ir a Culver City y volver, y taxis para las excursiones de placer. Carlo y yo fuimos aquel día en taxi a la fiesta (...).Más de setenta años después, yo he tenido en los States la misma impresión, pero no con Los Ángeles, que a mí sí que me ha gustado, aunque sólo sea por ese sol californiano, sino con Las Vegas, delirante y vergonzante a la vez a los ojos de un pobre europeo como yo, o como Toomey.
-Cogí a ese tío, inglés, ese Gary Grant, qué tacaño, oigan, me dio veinticinco cochinos centavos en un viaje de cinco dólares. Pero Ginger Rogers, ésa sí es una dama, sí, señor. Ése no es su verdadero nombre, ¿lo sabían? -y luego-: ¿Ustedes también trabajan en el cine? -y así sucesivamente.
Carlo contemplaba el mundo del hombre caído, los suburbios interminables que pasaban por ciudad, una casa de comidas en forma de esfinge (la entrada entre las patas delanteras), otra, donde servían leche de malta en vasos gigantescos, tan espesa que era imposible tomarla con paja, con la forma de un elefante acuclillado como por orden de su cornaca, templos de fantasía de diversos credos, los tejaditos de paja de los puestos de pastelillos con columnas corintias, préstamos préstamos préstamos, tiendas atestadas de radios a bajo precio, una donutería, casas como chalets suizos, como castillos bávaros, Blenheims en miniatura, Strawberry Hills, Taj Mahals, un banco que tenía la forma de un transatlántico pequeño, árboles polvorientos en los bulevares (palmeras datileras, naranjos, adelfas), bares con botellas de neón manando incansables, escuelas para malabaristas, especialistas de belleza, empresarios de pompas fúnebres, licenciaturas en majoretismo. Era mejor de noche, pese a la luz repugnante de las farolas: la exposición quirúrgica al sol californiano hacía que te hormigueasen los ojos de vergüenza y de lástima. Llegamos a un selecto mundo residencial de templos aztecas, partenones, castillos del Loira. Di al taxista un dólar de propina. Cogí a aquel tío, inglés, qué tacaño, oiga, me dio un dólar miserable.