viernes, 29 de agosto de 2008

Poderes terrenales / La mirada vergonzante del europeo

Terminan las vacaciones. Un verano casi casi tan cosmopolita como el protagonista de Poderes terrenales, de Anthony Burgess. Novela que me recomendó Pepa, que a su vez le recomendó vía blog Marcelo Figueras, y que yo he leído mientras viajaba de un lado para otro, con algunas coincidencias, por cierto, curiosas. Cuando Kenneth Toomey, el cínico escritor protagonista, recorre los estudios de Culver y atraviesa el Sunset Boulevard de los años 30, hacía apenas tres días que yo había dejado atrás Los Ángeles de vuelta a Madrid. Cuando, más adelante, recorre la plaza de Jema El Fna, hacía apenas un mes yo también había paseado entre puestos de zumos de naranjas y encantadores de serpientes en Marrakech. Nos seguíamos el uno al otro, y a la tercera va la vencida. La verdadera coincidencia fue en una playa de Sitges donde por poco me encuentro con el mismísimo Kenneth, si no llega a ser por los cuarenta años de diferencia que se fundían mientras yo leía en la arena.

Y más sitios en los que yo no he estado (o al menos no este verano, que ha sido movido, pero no tanto): la Inglaterra de antes de la Gran Guerra, Malasia en los años 20, los gángters en Chicago, la Alemania nazi, el Nueva York de los años 40, un casino en Montecarlo, París, Tánger, Gibraltar, una casa de campo en Austria, el medio oeste americano y un etcétera casi mareante.

El novelón en cuestión no está menos lleno de referencias que de lugares. Hasta el punto de que tras terminarlo, uno no sabe con qué quedarse, de tanta información procesada. Y eso que sólo llegaba a pillar una de cada diez de esas referencias. Uno echaba en falta esas notas a pie típicas de las ediciones críticas de los clásicos de Cátedra que te lo explican todo con pelos y señales.

Eso sí, lo que tienen los anglosajones es que aunque se pongan a un nivel intelectual inalcanzable, no se les olvida ser amenos. Anthony Burgess se monta unos chascarrillos memorables, especialmente el chascarrillo final, el que tiene que ver con el supuesto milagro que funciona como mcguffin de la historia.

El libro tiene momentos memorables, como el de Toomey paseando entre lo que queda de un campo de concentración nazi recién terminada la guerra, y llegando a la conclusión de que la maldad, como ese olor nauseabundo que desprenden los cuerpos en descomposición que aún quedan a su alrededor, es inevitablemente inherente al hombre. Pero Toomey, como buen dandy, es un frívolo. Este pasaje es uno de los pocos realmente profundos del libro. Por eso he decidido escoger otro pasaje más ligero pero que me encantó. Mirad como describe el británico Toomey el ecléctico y mareante paisaje de Los Ángeles, quintaesencia americana:
Yo no conducía, nunca había conducido. En Los Ángeles, utilizaba un coche de los estudios cinematográficos para ir a Culver City y volver, y taxis para las excursiones de placer. Carlo y yo fuimos aquel día en taxi a la fiesta (...).

-Cogí a ese tío, inglés, ese Gary Grant, qué tacaño, oigan, me dio veinticinco cochinos centavos en un viaje de cinco dó­lares. Pero Ginger Rogers, ésa sí es una dama, sí, señor. Ése no es su verdadero nombre, ¿lo sabían? -y luego-: ¿Ustedes también trabajan en el cine? -y así sucesivamente.

Carlo contemplaba el mundo del hombre caído, los subur­bios interminables que pasaban por ciudad, una casa de comi­das en forma de esfinge (la entrada entre las patas delanteras), otra, donde servían leche de malta en vasos gigantescos, tan es­pesa que era imposible tomarla con paja, con la forma de un ele­fante acuclillado como por orden de su cornaca, templos de fantasía de diversos credos, los tejaditos de paja de los puestos de pastelillos con columnas corintias, préstamos préstamos préstamos, tiendas atestadas de radios a bajo precio, una donu­tería, casas como chalets suizos, como castillos bávaros, Blen­heims en miniatura, Strawberry Hills, Taj Mahals, un banco que tenía la forma de un transatlántico pequeño, árboles pol­vorientos en los bulevares (palmeras datileras, naranjos, adel­fas), bares con botellas de neón manando incansables, escuelas para malabaristas, especialistas de belleza, empresarios de pom­pas fúnebres, licenciaturas en majoretismo. Era mejor de no­che, pese a la luz repugnante de las farolas: la exposición qui­rúrgica al sol californiano hacía que te hormigueasen los ojos de vergüenza y de lástima. Llegamos a un selecto mundo resi­dencial de templos aztecas, partenones, castillos del Loira. Di al taxista un dólar de propina. Cogí a aquel tío, inglés, qué tacaño, oiga, me dio un dólar miserable.
Más de setenta años después, yo he tenido en los States la misma impresión, pero no con Los Ángeles, que a mí sí que me ha gustado, aunque sólo sea por ese sol californiano, sino con Las Vegas, delirante y vergonzante a la vez a los ojos de un pobre europeo como yo, o como Toomey.

No hay comentarios: