sábado, 16 de agosto de 2008

Sevilla, 1501



Leyendo La conquista de México, de Hugh Thomas, me he encontrado con esta semblanza de la Sevilla de principios del XVI a la que Hernán Cortés llega desde Medellín decidido ya a ponerse rumbo a las Indias. Me ha gustado, porque Hugh Thomas da una de cal y otra de arena y porque, aun así, se atisba que la ciudad era entonces mucho más moderna de lo que lo es ahora:
Sevilla, con su población de unos cuarenta mil habitantes, era la ciudad más grande de España y su capital marítima, «una auténtica Babilonia», llena de marineros italianos, impresores alemanes, esclavos de Guinea traídos por traficantes portugue­ses, y descendientes de anteriores oleadas de esclavos africa­nos. Los comerciantes genoveses que llevaban viviendo allí mucho tiempo habían contagiado su entusiasmo empresarial a la aristocracia sevillana. a diferencia de las provincianas rivalidades de ciudades como Medellín. Los genoveses rivalizaban con los comerciantes burgaleses, que vendían toda índole de bienes, muchos de ellos de los Países Bajos, comprados con las ganancias de la venta de la lana castellana. La nueva catedral de Sevilla, todavía inacabada, era la más grande del mundo cris­tiano; su puerto, el mejor de España; y su pontón sobre el Gua­dalquivir que conectaba Sevilla a Triana, ingenioso. Un acue­ducto romano llevaba agua a la ciudad desde Carmona; había muchas calles pavimentadas; y, alrededor de la catedral, escalinatas de mármol muy concurridas, así como patios bien cuida­dos en las casas, incontables fuentes, flores y árboles. Los baños públicos de Sevilla (a los que iban las mujeres de día y los hombres de noche) asombraban sin duda a los extremeños. Los sevillanos se sentían tan orgullosos de su jabón blanco, he­cho en Triana, como de su aceite de oliva y sus naranjas. Es probable que las anchas calles de Sevilla impresionaran a Cor­tés tanto como, unos años más tarde, al veneciano Andrea Navagero. No obstante solían estar llenas de inmundicias y de niños vagabundos, mientras que el río, si bien arteria de la ri­queza, era asqueroso, y la peste, frecuente.

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