Debo empezar mi relato hablándoos de mi padre, que había venido hasta esta isla junto con el almirante Colón. Lo acompañó en su segundo viaje, y cuando volvió a casa, unos años más tarde, la familia ya no sufrió más privaciones. A mí me trajo un compañero de juegos. Era un muchacho indio de unos doce o trece años. Yo tenía quince y miraba con ojos curiosos a aquel muchacho tímido y asustado, de pie al lado de la mesa del comedor, que tiritaba de frío, vestido con los harapos que le habían dejado los marineros. Al principio, mi madre no quiso dejar entrar en casa a aquel pagano, pero mi padre lo hizo arrodillarse ante mí, riéndose a carcajadas, colocando mi mano sobre la boca del recién llegado, diciéndome: «¡Es tu esclavo, hijo!». Yo estaba de pie, mirándolo. En Asturias nadie había visto nunca a un esclavo. Le pregunté a mi padre de qué se trataba aquello. «Es tuyo, hijo; te pertenece. Es como si fuera tu perro o tu caballo. Cuando lo bauticemos, tú escogerás un nombre para él. Le enseñarás nuestro idioma, si quieres, y entonces comprenderá que eres su dueño y que hasta tienes el derecho de matarlo. Sin embargo, yo te aconsejo que lo trates bien, según lo que te dicta la moral cristiana.» El muchacho se dio cuenta de que estábamos hablando de él, a lo mejor había aprendido algunas palabras en castellano durante el viaje. Mi madre estaba preocupada por tener que alimentar una boca más, pero mi padre se reía de ella, pues sabía que traía mucho oro desde La Española. Al final el muchacho se quedó con nosotros. Lo vestimos con mis prendas, y poco a poco se acostumbró a andar con sandalias, aunque le costó muchísimo. Era un muchacho dócil y obediente que siempre quería estar a mi lado y que se reía y me abrazaba cada vez que me veía. Así pasó el verano.
»En el otoño, mi padre me dijo que su intención era darme una educación, y añadió que lo que la mente cerrada de los habitantes de mi ciudad natal no podía abarcar, seguramente lo obtendría de los maestros que instruían a sus discípulos en Salamanca. El viejo era un hombre sencillo, y según recuerdo sólo sabía escribir su nombre, pero sentía un profundo respeto por la gente instruida. Así que nos trasladamos a Salamanca, yo y mi criado, para quien había escogido el nombre de Camilo. Mientras yo asistía a mis clases, él permanecía en mi habitación, ordenando mis libros, mirando las imágenes de mi devocionario, jugando solo. Todos mis compañeros me envidiaban a causa de Camilo. Uno de mis compañeros, un tal Mendoza, llegó a ofrecerme un anillo con una magnífica turquesa si le cedía al muchacho. Yo le dije que Camilo no estaba en venta.
»Un día recibí una carta de mi padre. Me comunicó que la Reina había dictado un decreto según el cual todos los paganos que vivían en el Nuevo Mundo no podían ser considerados esclavos, sino hombres libres en su persona, estuvieran donde estuvieran. Me ordenó que me presentara con Camilo ante el juez de la ciudad de Salamanca. y que, siguiendo las instrucciones de éste, abandonara al muchacho a su suerte, ya que la Reina así lo había dispuesto. Añadió que sentía pena por haberse gastado el doblón de oro que había pagado por el muchacho al capitán de la nave.
»Nos vestimos y nos presentamos los dos ante el juez. Mi criado era el único indio que había en toda la ciudad de Salamanca. El juez redactó para él un documento en el cual se afirmaba que, según las disposiciones de la Corona, se había convertido en una persona completamente libre. El alcalde le explicó que eso significaba que podía ir a donde quisiese... Cuando salimos de allí, Camilo empezó a tiritar de frío y a toser mucho. Durante los meses anteriores, siempre había estado pasando frío. Yo le daba vino. La fiebre aumentó, empezó a delirar, gritándome como nunca lo había hecho, afirmando que yo pretendía abandonarlo asu suerte, echarlo a los hombres pálidos. Yo intentaba tranquilizarlo, diciéndole que seguiría sirviéndome como criado, sólo que le pagaría por ello. No comprendía, e insistía en que yo me quería deshacer de él... Tosía mucho y empezó a esputar sangre.
»Por la noche ya no hacía otra cosa que delirar. Lo decía todo en castellano, escupía todos sus recuerdos, todo cuanto guardaba en el fondo de su alma. Yo permanecía sentado a su lado, escuchando todos los horrores que contaba. Lo refería para sí, como seguramente hiciera durante sus muchas horas pasadas en soledad. Relataba cómo habían llegado, a caballo, los españoles a la isla, cómo habían invadido su poblado con perros, cómo habían matado a su gente, cómo habían quemado sus casas, cómo cubrían todo de sangre y de fuego, cómo buscaban oro y piedras preciosas, cómo obligaban a volver al poblado en llamas a los que intentaban escapar. Aquella noche comprendí por qué los españoles guardan un profundo silencio al postrarse ante la Virgen de Guadalupe... Y comprendí cómo había conseguido mi padre el oro que había traído a casa, cómo había conseguido el dinero para que yo pudiera estudiar en Salamanca... y de dónde procedía aquella riqueza repentina. Camilo contaba en su delirio cómo los mercenarios habían atacado sus hogares, cómo se habían lanzado encima de las jóvenes muchachas, cómo, arrancándoles los lóbulos de las orejas les habían arrebatado sus pendientes de oro. Yo estuve sentado a su lado toda la noche. Lo escuchaba y le cubría el cuerpo con paños húmedos, le rogaba al Señor que calmase sus sufrimientos. Le puse un crucifijo en las manos y llamé a un sacerdote que trató de confesarlo. Sin embargo, Camilo no entendía nada, y de su garganta brotaban unos sonidos llenos de pánico. Se durmió para siempre entre mis brazos.
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