Fue en Venecia, en un cartel a lo largo de uno de los puentes del Gran Canal, donde vi hace años aquella frase: el arte moderno no tiene por qué ser feo para ser bueno. No recuerdo de quién era, pero creo que sentencias como éstas, en contra de los dogmas, no vienen mal de vez en cuando.
Yo de arte no sé, pero de series de televisión algo más, y hoy en día, con series como Los Soprano, A dos metros bajo tierra, Sexo en Nueva York, o las más recientes Dexter, Gossip Girl, Shark o Damages, se podría decir, paralelamente, que una serie de televisión no tiene por qué ser políticamente incorrecta para ser buena. Me explico: no es que estas series sean malas, todo lo contrario, algunas de ellas hasta son de mis favoritas. Son series que cruzan barreras morales, a veces perversas, y que en un principio han supuesto un soplo de aire fresco para la televisión, que siempre ha apestado a moralina de usar y tirar.
(Se me olvida avisar que hablo estrictamente de televisión americana; si alguien espera que hable aquí de Los Serrano o de Escenas de matrimonio, que se busque otro blog más cañí).
Sigo. El problema es cuando todas las series se apuntan a la moda esa del soplo de aire fresco. Y terminan todas teniendo protagonistas amorales con los que ya no hay quien se identifique (Kubelick, que trabaja en el medio, fue la que me puso en la pista de esto). Y así, el soplo de aire fresco termina siendo precisamente lo contrario.
Pero claro, a estas alturas del partido, siendo ya como somos todos unos posmodernos que no nos aguantamos ni nosotros mismos, ¿podemos encontrar una buena historia cargada de buenos sentimientos? ¿Es el buen rollito compatible con la calidad, con la capacidad de hacernos pensar?
La respuesta es que sí, y el ejemplo es la mejor serie que jamás podrás echarte a la cara, chaval: Doctor en Alaska.
Historia, filosofía, psicoanálisis, literatura, teoría del cine, deconstructivismo, teología y macarradas oníricas, todo ello bañado de buenos sentimientos, es lo que tiene esta serie de los años noventa sobre un médico judío de Nueva York, urbanita hasta el extremo, que se ve obligado a pasar cinco años de su vida en ese maravilloso culo del mundo llamado Cicely, Alaska. Un incómodo Joel Fleischman que nunca logrará adaptarse a ese buen rollito representado por un sinfín de freaks a cada cual más entrañable. Una gozada, tanto para la cabeza como para el corazón, desde el primer hasta el último capítulo.
Y para muestra, un botón:
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