domingo, 23 de noviembre de 2008

No puedo con Calderón / El burlador es intemporal

Miércoles 19 de noviembre: Acudo al Teatro Pavón con mis compis del insti, a ver Las manos blancas no ofenden, de Calderón de la Barca. Ya sólo el título es lo que me ofende a mí, hartito como estoy de agravios y ofensas de honor. Pero me dicen que ésta no es un drama de honor, que es de capa y espada, y es verdad que los enredos en el teatro del Siglo de Oro me gustan, porque al ver esas obras me doy cuenta de que Friends y todas las demás sitcoms actuales no han inventado nada nuevo. Y la obra en su desarrollo no está mal, los enredos se hacen un poco pesados, como suele ocurrir, pero eso se perdona porque ya sabíamos que es como un capítulo de Friends pero alargado hasta el delirio. El problema es el final. Lo que se ha planteado todo el tiempo como una comedia romántica, acaba siendo una apología más del honor. El protagonista, que se ha tirado toda la obra encoñado de la condesa, y la condesa de él, termina casándose con otra para arreglar agravios. Y lo peor es que encima hay que aplaudir. Dirán que no puedo juzgar a Calderón con la mentalidad de hoy. Pero eso a mí no me vale. Ya estoy harto de la excusa de que los tiempos eran otros. Vale, los tiempos eran otros, pero que yo sepa, se considera obra mestra aquélla que es capaz de saltarse las barreras temporales y espaciales y apelar a sentimientos universales. Shakespeare lo hizo. Cervantes también. Hasta el propio Calderón con La vida es sueño, que es una obra que te pone los pelos de punta, y de una vigencia acojonante (y si no, vean Matrix). Pero es verdad que hasta en La vida es sueño está ese final de marras con el honor que todo lo decide. Qué jartura con Calderón.



Jueves 20 de noviembre: Acudo al Teatro Bellas Artes a ver El burlador de Sevilla. El verso de Tirso (o del que sea que la escribiera) es mucho menos denso que el de Calderón, hasta el punto de que ni parece verso. La obra tiene mucho más ritmo, y el montaje, más moderno que el del día anterior, no es que sea gran cosa, pero tampoco entorpece el devenir de la historia, que a medida que avanza, me atrapa más y más. Es lo bueno de ser como soy un profe de lengua diletante, que no he leído los clásicos y puedo descubrirlos en escena. Cuando veo que Tirso, o el que fuera, incluye en la segunda mitad de la obra la trama del convidado de piedra, entro en éxtasis. Conocía la tradición, pero no recordaba que Tirso la incluía en su burlador. Fran Perea, como el Tenorio, está poderoso. Los actores que le acompañan son desiguales, pero el texto es grande y todo lo puede. Cada vez que escucho uno de esos ¡Tan largo me lo fiáis! me viene un gustirrinín total. Menudo canto a la vida, al sexo y a la muerte, la verdadera santísima trinidad que rige el destino de los humanos, sin importar épocas ni lugares.

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