Ya lo he comentado varias veces en este blog, pero me reitero: los dramas de honor del Siglo de Oro se me aparecen a mí como parte de la crónica de la más negra España. Esa España de la que me avergüenzo cada vez que veo en escena algunas obras de Calderón y de (algo menos pero también) Lope de Vega.
Ayer le tocó el turno a La Estrella de Sevilla, atribuida a Lope de Vega. Del montaje nada malo puedo decir. La declamación de los actores fue, como siempre cuando se trata del CNTC, impecable. La escenografía, desnuda, potenciaba al máximo el poder del texto. Hasta que se llega al monólogo del protagonista, en el que se debate si seguir o no la orden del rey-tirano de matar a su futuro cuñado (y perder por tanto a su amada Estrella) sólo porque así se lo ha jurado al rey, ya que si no lo obedeciera, sería deshonrado:
"Al que muerte habéis de dar,
es, Sancho, a Busto Tavera."
Perdido soy. ¿Qué he de hacer?
Que al rey la palabra he dado
de matar a mi cuñado,
y a su hermana he de perder.
Sancho Ortiz, no puede ser.
Viva Busto. Mas no es justo
que al honor contraste el gusto;
muera Busto, Busto muera.
Mas deténte, mano fiera;
viva Busto, viva Busto.
Mas no puedo con mi honor
cumplir, si a mi amor acudo;
mas ¿ quién resistirse pudo
de la fuerza del amor?
Morirme será mejor,
o ausentarme, de manera
que sirva al rey, y él no muera.
Mas quiero al rey agradar.
"Al que muerte habéis de dar,
es, Sancho, a Busto Tavera."
¡0h, nunca yo me obligara
a ejecutar el rigor
del rey, y nunca el amor
mis potencias contrastara!
¡Nunca yo a Estrella mirara,
causa de tanto disgusto!
Si servir al rey es justo,
Busto muera, Busto muera;
pero estraño rigor fuera:
viva Busto, viva Busto.
¿Si le mata por Estrella
el rey, que servirla trata?
Si por Estrella le mata,
pues no muera aquí por ella.
Ofendelle y defendella
quiero. Mas soy caballero,
y no he de hacer lo que quiero,
sino lo que debo hacer.
Pues que debo obedecer
la ley que fuere primero.
Mas no hay ley que a aquesto obligue
mas sí hay; que, aunque injusto el rey,
debo obedecer su ley,
y a él, después, Dios le castigue.
Mi loco amor se mitigue;
que, aunque me cueste disgusto,
acudir al rey es justo;
Busto muera, Busto muera;
que ya no hay quien decir quiera:
viva Busto, viva Busto.
Perdóname, Estrella hermosa;
que no es pequeño castigo
perderte, y ser tu enemigo.
¿Qué he de hacer? ¿Puedo otra cosa?
Un monólogo que en principio me sublevó, porque el dilema moral a los ojos de hoy resulta como poco grotesco. Pero ahora que lo leo, quiero percibir cierta desvinculación o por lo menos frialdad, por parte del autor, respecto de ese honor que hoy vemos absurdo, y que estoy seguro de que, en el día a día del XVI, más de uno también vería como tal. Y por eso creo que esta obra se salva de mi particular quema.
Más adelante la crítica a la obsesión del honor toma forma. El texto es por momentos plenamente actual y vigente, con una surrealista visita al infierno más que jugosa. Vean si no cuando el protagonista habla de su destino y sitúa al mismo Honor en ese infierno:
Allí está el tirano Honor,
cargado de muchos necios
que por la honra padecen.
El final, además, se aleja de los típicos y grotescos finales de los dramas de honor: ésos en los que las parejas más absurdas terminan arrejuntándose en aras de la divina honra, que todo lo puede, y que (y eso es lo que me fastidia) está por encima de cualquier espíritu humano, como sí lo hay, por ejemplo, en Shakespeare.
No habré yo de desvelarlo, pero sí puedo decir que el final de La Estrella de Sevilla es frío, muy frío. Destila, por una vez, realismo por todos los costados. No hay catarsis, pero como tampoco nunca la pudo haber en la verdadera España del XVI y del XVII, una España negra en la que todo se regía por el honor.
***
Hace poco he leído algunas de las Novelas ejemplares de Cervantes. Recuerdo especialmente La fuerza de la sangre, que narrativamente es espectacular. Pero... les resumo: un joven noble rapta y viola a una muchacha. La chica escapa de la casa del noble, pero a los nueve meses tiene un hijo. Los padres de la chica la ayudan a criar al niño, diciendo a todos que es un sobrino del pueblo. Años después el niño, jugando en la calle, es atropellado por el propio noble. La joven y el noble se reencuentran y ella demuestra que él es quien la violó hace años. El noble asume su culpa y para restaurar el honor de la chica se casa con ella. Y lo fuerte es que éste es un final feliz. La chica se queda más contenta que unas castañuelas porque ha podido restaurar su honor. Qué importa si es con el que la violó años atrás. Y ésa es la catarsis, claro, y la moraleja de Cervantes, que te deja patidifuso.
Y es una pena que un relato tan vivo, tan ameno y con tanto ritmo, pero con ese final tan facha, no se lo puedas mandar leer a tus chavales de la ESO.
***
Tanto Cervantes como Lope son coetáneos. Y aunque en ambos hay ese ramalazo facistoide con el honor-que-todo-lo-puede, también en ellos hay momentos de lucidez. Lope, con esta Estrella de Sevilla. Cervantes, por supuesto, con el Quijote, que destripa toda la podredumbre de la España de la época. Sin embargo, a pesar de estos avances, después llegaría Calderón, con unos dramas de honor cuyo retorcimiento alcanza cotas vergonzantes. Es como si esos mismos años, esos mismos siglos que tan buenos frutos literarios dieran, fueran en balde en cuanto a avance social.
Ay, España, qué trabajito te costó salir del bache.
jueves, 7 de mayo de 2009
El honor que todo lo pudo
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