De pequeño, la colección completa de Julio Verne (que a mis padres regalaron por comprar no sé qué enciclopedia) presidía impasible las estanterías de mi habitación. Yo lo intenté varias veces con Los hijos del Capitán Grant, pero nada, se me resistía. Al final tuve que ver la peli de Disney. Las aventuras siempre las he digerido mejor en la pantalla; por escrito no las soportaba.
A lo largo de mi infancia lo intenté también con El hobbit y El señor de los anillos, pero nada. Las persecuciones, las fogatas en el bosque, los duelos a espada con trolls y arañas gigantes, me empachaban. Irónicamente, es de adulto cuando he podido con Tolkien; y lo he disfrutado, no digo que no, pero de ahí a decir que me encantara va un trecho.
Y Julio Verne seguía ahí, a la espera. Hace unos meses lo volví a intentar. El comienzo de Viaje al centro de la Tierra me gustó, pero la emoción me dio para 10 capítulos, y a otra cosa mariposa.
Por eso cuando el otro día comencé La vuelta al mundo en 80 días, pensaba que probablemente me pasaría lo mismo. Ya estaba encandilado con ese primer capítulo genial, que había leído tiempo atrás y que espero trabajar algún día con los chavales de la ESO. Es una descripción magistral de Phileas Fogg, pero una descripción muy sui géneris, basada no en lo que es el señor Fogg, sino en lo que no es, en lo que no se sabe de él (y que además, a lo largo de la novela, nunca se sabrá).
Pero el otro día, cuando decidí pasar de ese primer capítulo y seguir adelante, la sorpresa fue que la fuerza de ese comienzo no se agotaba en el capítulo en cuestión. Al contrario, incluso aumentaba: el segundo capítulo tiene aún más vigor si cabe. Y en el tercero, sin darte cuenta, te ves ya inmerso, camino de Suez. Todo pasa tan rápido que no te das ni cuenta. La diversión no deja de aumentar de Suez a Bombay, de Bombay a Yokohama, de Yokohama a San Francisco. Pero quizá la parte más divertida del libro sea la travesía de los Estados Unidos (hay que ver lo que daba ya de sí, allá por los 1870, ese país recién inventado), con repaso incluido a la historia de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días (sí, sí, los mormones de Joseph Smith, que me acompañan desde la infancia y con los que no dejo de encontrame en mis viajes y en mis lecturas).
¿Lo mejor del libro? Pues que Verne nunca llega a desvelar nada del enigma Fogg. Sabemos lo que piensa cada uno de los personajes: las tribulaciones de Passepartout, la admiración y la devoción de la señora Aouda, la cabezonería y la desesperación de Fix. Pero de lo que se cuece en la cabeza del esquire Phileas Fogg, nada de nada. Cuando Fogg, casi al final del viaje, es encarcelado en Liverpool, hasta el mismísimo Verne, como autor, se desespera. Su personaje, sin embargo, sigue impasible:
¿Tuvo acaso la idea de escaparse? ¿Trató de averiguar si el calabozo tenía alguna salida practicable? ¿Pensaba en huir? Casi pudiera creerse esto último, porque, en cierto momento, se paseó alrededor del cuarto. Pero la puerta estaba sólidamente cerrada, y la ventana tenía una fuerte reja. Volvió a sentarse y sacó de la cartera el itinerario del viaje. Sobre la línea que contenía estas palabras:
"21 de diciembre, sábado, en Liverpool",
añadió:
"Día 80, a las once y cuarenta minutos de la mañana",
y aguardó.
Sólo hay dos momentos en los que Fogg se deja llevar por las emociones, y lo hace sin perder su característica flema. La primera, el puñetazo que le da a Fix tras ser excarcelado. La segunda, cuando se declara a Aouda. Por lo demás, Fogg es infranqueable. Yo creía que Verne era escritor de novelitas de aventuras, pero me he encontrado con una novela psicológica. O más bien, siendo como es Fogg, una novela antipsicológica.
sábado, 9 de mayo de 2009
El enigma Fogg o la novela antipsicológica
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