miércoles, 22 de julio de 2009

El Norte (¡qué marcianada!)



Mi primera incursión fue hace unos tres años: San Sebastián, Bilbao y las montañas del País Vasco. Me quedé atónito. Que en Noruega, o incluso en Francia, haya tanto verde, nunca me había parecido raro. Que dentro de esta misma Península Ibérica que creía tan familiar, hubiera todavía más verde, me pareció una marcianada. Y no sólo era el verde. Las autopistas del País Vasco iban entre montañas en las que no dejaba de haber enormes y altísimos bloques de casas mezclados con ese verde tan apabullante. No se sabía dónde empezaba un pueblo y terminaba el otro. Como si la frontera entre pueblo y monte se diluyera. Qué diferente de esa Andalucía plana y amarilla, vacía entre pueblo y pueblo. Y yo pensaba: fíjate tú, los de aquí, como para no sentirse diferentes.

En estos años no había vuelto a poner el pie de Madrid para arriba. Barcelona no vale, porque Cataluña no es el Norte, es el Mediterráneo y al menos la parte que yo conozco siempre me ha resultado familiar. Pero estos días he estado por Burgos y alrededores y he vuelto a alucinar. No he visto tanto verde como hace tres años, pero sí que he vuelto a sentir ese Norte que tanto me apabulló.

Los diez grados a las ocho de la tarde en Burgos, ¡en pleno julio! Tener que esperar a los amigos que están por llegar en un soportal para resguardarse del frío (¿lo he dicho ya? ¡en julio!). Las conchas por el suelo, y por todas partes, para que los peregrinos de Santiago no se pierdan. Los cógele, cómetele, dímele, le, le, le. Las comilonas sin descanso, y el bacalao, ese pescado tan exótico, que además no se fríe, sino que se guisa, ¡cómo si fuese carne!. Las chimeneas y las naves industriales de Miranda de Ebro (apenas 40 mil habitantes), en un número que me parece a mí que Sevilla, con un millón de habitantes, no supera. El Eroski al otro lado de la frontera con Álava, y los saludos en euskera que me enseñó la cajera, mirandesa de pro, pero que tenía a sus hijos en la ikastola. ¿Cómo se dice buenas tardes? Arratsalde on. ¿Qué?, ¿agacha el león?

El vino de Haro (en La Rioja alta) y las torrijas, también bañadas en vino. Siniestro Total, Extremoduro y otro sinfín de grupos de los que no había escuchado hablar en mi vida, y la gente alrededor coreando y botando al ritmo de lo que ellos llamaban clásicos, y a mí ni me sonaban. Pero ¿en qué burbuja me debo haber criado yo? El rock en euskera, canciones que también coreaban todos con más ímpetu si cabe que los cortijeros de Triana al son de Siempre Así. Y yo ojiplático. Ay majo, a ti esta música no te gusta, ¿no? Las peñas de Pancorbo (enooormes) y su súpersilo. Los caparrones verdes. ¿Capaqué? Caparrones, majo, mira. ¡Pero si eso son judías verdes, de toda la vida!

Las verdades en la cara, las faltas de medias tintas a la hora de hablar. Te apuñalaría, le dice una amiga a otra. ¿Pero cómo le dices eso? Anda, majo, pues si es lo que siento, ya está, que para eso es mi amiga. La apuñalaría, y ya está.

Y yo que me quedo pensando: tú te echas una amiga en Sevilla, le sueltas eso, y no te vuelve a hablar en la vida. Pero es verdad que está guay poderle decir eso a alguien de confianza. Poder mandar a tomar por culo a los que quieres sin que el mundo se ponga por eso del revés. Para mí, andaluz a mi pesar, es una marcianada. Pero a veces lo marciano también está guay.

No hay comentarios: