lunes, 1 de marzo de 2010

Fiebre azteca / Una épica interrumpida


Mi obsesión con las civilizaciones mesoamericanas en particular, y con todo el continente americano en general, tiene su origen en un libro. Ya les he hablado antes de él. Se trata de El corazón de piedra verde, una novela que a lo mejor no ha pasado a la historia por el magisterio literario de su autor (nada desdeñable por otro lado), pero que refleja y revive de una manera apabullante el encuentro entre españoles y aztecas. Este libro, escrito por Salvador de Madariaga y publicado en 1942, es para mí la mejor novela histórica que he leído en toda mi vida. Madariaga radiografía las dos culturas europea y americana, y el choque frontal al que son sometidas, de forma analítica y desgarradora, con una historia de amor como telón de fondo que, en vez de restarle puntos al análisis histórico, le da más fuerza.

Desde El corazón de piedra verde, y cada vez que pienso en ese tópico literario y cinematográfico de la llegada de los extraterrestres a la Tierra, no puedo sino sonreír ante esas dos posturas simplistas a la hora de predecir lo que sucedería. Una es la de los extraterrestres invasores, ávidos de cuerpos humanos, o de nuestra agua, o de cualquier otro recurso natural; extraterrestres a los que los humanos combaten hasta liberar la Tierra. Otra, la que confía en la bondad innata de unos marcianos que llegan en son de paz para transmitirnos su sabiduría y convertirnos en mejores personas. En el caso de la conquista de México, los extraterrestres eran los españoles, y los terrícolas, los aztecas. Y nada fue tan simple. Madariaga no demoniza a ninguno de los dos bandos. Refleja las virtudes y las miserias de ambas civilizaciones, y lo inevitable de ese destructivo choque que arrasa con todo, muy a pesar de esas ciertas mentes preclaras que en ambos bandos saben llegar más allá y analizar las consecuencias de lo que está sucediendo, como en el caso del magnífico Nezahualpilli, rey de Texcoco.


Aún febril, inmediatamente después me zampé las más de mil páginas de Azteca, de Gary Jennings, que no será lo mismo, vale, pero que a modo de complemento medicinal para el bajón post-Madariaga me vino a las mil maravillas. Y así la fiebre de lo azteca cuajó en mí y dejó el poso de la obsesión. Después cayeron Otoño azteca, también de Gary Jennings (y muy menor, por cierto) y varios libros sobre esa civilización que me sigue obsesionando, entre ellos La conquista de México de Hugh Thomas. Poco después leí El dios de la lluvia llora sobre México, del húngaro László Passuth, que por frío y distante no me gustó tanto, pero del que entresaqué un pasaje que a mis alumnos les suele encantar. Y mucho más: lecturas del National Geographic y monográficos de revistas de historia, búsquedas en Internet, etc. Y la decepción de saber que, si alguna vez voy a México, poco voy a poder ver de esos aztecas con cuyas ciudades los españoles arrasaron. Y la esperanza de saber que de los mayas, que ya estaban casi extinguidos cuando llegamos (y gracias precisamente a eso), sí que queda mucho.


Y lo raro es que en todo este tiempo no había visto Apocalypto. Y no por desgana, que conste. Es sólo que no se había terciado. Y el jueves pasado, cuando me disponía a acostarme, enciendo la tele y me encuentro que justo comienza, en Cuatro.
No suelo ver pelis en la tele. Odio los anuncios, y odio aún más el doblaje. Pero en el caso de la peli de Mel Gibson, afortunadamente, no hay doblaje que valga. Así que me quedé a verla, y pagué al día siguiente el precio de irme a la cama a las tantas. Pero mereció la pena.
Es verdad que la peli de Gibson no va sobre los aztecas, sino sobre los mayas. Es verdad también que lo que Gibson pretende es a priori contar la historia de una huida, y que la fidelidad histórica y geográfica, en el caso de esta peli, habría que ponerla más que en cuarentena. Lo de la aparición de los españoles desembarcando al final de la peli es algo totamente anacrónico (los mayas eran ya una civilización extinta desde cinco siglos antes), pero la metáfora funciona. Y por eso la peli me pareció genial, con esa llegada del hombre blanco al final, que el espectador sabe que va a cortar de raíz todo lo bueno y lo malo que hemos visto antes, reduciendo tristemente a una mera anécdota toda la épica de la historia que nos cuenta Gibson.

Los aztecas, justo antes de llegar los españoles, eran una civilización joven y en plena ebullición, con todas las luces y las sombras que esa "adolescencia" implicaba. Los aztecas miraban al pasado, pero a un pasado inventado que los convertía en el pueblo elegido y con la palabra futuro grabada con fuego y con sangre en la frente. Un futuro interrumpido por los españoles. Una visión de la vida truncada y arrancada de raíz. Saben que no suelo ser el típico romántico a la hora de defender la idiosincrasia de los pueblos. Sé que unas culturas arrasan con otras y que ése es el devenir de la historia. Pero el misterio de los aztecas, ese pueblo tan sabio y tan cruel, e incluso tan sanguinario, me subleva y me apasiona. Y recuerdo las palabras de Nezahualpilli en el libro de Madariaga:
-Quizá hubiéramos llegado a una forma de vida mejor que la actual. Pero necesitábamos tiempo para ir perdiendo nuestros hábitos sanguinarios... Varias gavillas de años lo menos. No nos las darán. Los hombres de oriente han llegado y nos vencerán...
-¿Por qué? -preguntaba Xuchitl.
Y contestaba Nezahualpilli:
-Porque vienen. Los que vienen son siempre más fuertes que los que aguardan. Por eso vienen ellos y aguardan los otros. Y traerán dioses y costumbres diferentes.
-Pero -replicaba Xuchitl- es muy posible que las costumbres que traigan sean precisamente las que vos queríais que tuviéramos; y eso os debe alegrar.
Nezahualpilli contemplaba la idea unos instantes, para concluir:
-No, porque nuestras costumbres, aunque cambiasen, hubieran sido las nuestras, nacidas de nuestro ser. Como una serpiente que cambia de piel. Las de ellos serán como un traje que nos pondrán. No lo llevaremos a gusto.

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