No recuerdo qué profesor me lo metió en la cabeza, creo que fue en la EGB: la tremenda vulgaridad que era confundir inclusive con incluso. Inclusive sólo vale para las listas, me dijeron, “del uno al diez inclusive”, “del veinte al treinta inclusive” (o sea, que también el diez, y el veinte y el treinta). Por eso cada vez que escuchaba cosas como “inclusive tú, insensible, lloraste con esa película” o “trabajaba inclusive los sábados” (normalmente por parte de latinoamericanos) no podía evitar sentir pena por esa persona que soltaba tales incorrecciones. Y es gracioso, porque siendo como soy un relativista, un “progre de la lengua”, siempre he tenido accesos de puritanismo lingüísticos como éste.
jueves, 24 de enero de 2008
Inclusive
miércoles, 23 de enero de 2008
Nostalgia (2)
Para mí, lo mejor que se hizo en el programa Zon@ Disney en los tres años que estuve.
Mítico.
Y Ana, espectacular.
domingo, 20 de enero de 2008
Tarkan saca disco (y yo sin enterarme)
Me estoy haciendo mayor. Y este blog lo delata. Sin ir más lejos, estos últimos posts que versan sobre Gallardón, el laicismo, Philip Roth, series de los noventa que nos hacen pensar, pseudoantropología hebraica actual, y Borges y el glamour. Todo muy profundo y edificante. Pero yo, mientras, sin enterarme de que Tarkan sacó nuevo disco el 25 de diciembre. Entre eso y que me he dejado de comer las uñas, mi hasta ahora eterna adolescencia parece –horror– tocar a su fin.
jueves, 17 de enero de 2008
Me mola Gallardón
Me mola Gallardón. Lo digo sin ironía. Es el carisma en persona, y encima ha demostrado a lo largo de su carrera política tener más sentido común que muchos políticos de la izquierda llenos a rebosar de buenas intenciones, pero nada más (y claro que sí, pienso en la Trini).
Recuerdo que en una entrevista en El País, Inés Sabanés (IU) dijo que Gallardón era doblemente peligroso como enemigo político, porque era un lobo con piel de cordero. No se lo creía ni ella. Un lobo con ese caché jamás lo volverás a tener enfrente, tronca.
Más. En el debate anterior a las elecciones, Gallardón se comió crudo a un patético y desesperado Miguel Sebastián sin perder ni una pizca de elegancia. No era de extrañar que días después, muchos de izquierdas, que en las autonómicas votaron a IU, votaran a Gallardón en las municipales (eso ocurrió, yo no lo hice, pero sé de gente que lo hizo). Y digo yo: ¿cómo el PP deja escapar a semejante animal político? Es más: ¿cómo no le da cancha para llegar a lo más alto? Sobre todo teniendo en cuenta el enemigo, que es todo menos fuerte. Porque Rajoy poco puede frente a Zapatero, pero pon en su lugar a Gallardón: eso sería otro cantar.
Gañanes. Gañanes de la izquierda y de la derecha (la gañanería no entiende de ideologías, porque en este caso me parece a mí que se impone el ser español) que se regodean en el lodo anticarisma y que le tienen miedo a la valía y al buen hacer, no ya sólo del contrincante, sino también del compañero.
Lo único bueno de todo esto es la ventaja que toma Zapatero. Un Zapatero que, por débil y soso, cada vez me enerva más, pero al que votaré aún más reafirmado si cabe.
sábado, 12 de enero de 2008
Nostalgia
martes, 8 de enero de 2008
Un siglo XXI ¿laico?
En El País (6-1-2008):
España, frente de batalla contra el laicismo
Josep Ramoneda: Iglesia y política
Siempre he sido benévolo con la Iglesia. Al menos con esa iglesia de base que, es verdad, tanto bien hace, aunque sea a espaldas del Vaticano. Y las ONG’s, que todo el mundo sabe que las que mejor funcionan son las religiosas, no las laicas.
Todo eso está muy bien, pero yo vengo a hablar de principios, de unos principios que ya no me permiten pasar por el aro de ese eterno y engañoso “tú también eres Iglesia y debes cambiarla desde dentro”. Porque me he dado cuenta de que, para bien o para mal, yo no soy Iglesia, y si lo soy, no tiene nada que ver con Ratzinger, ni con San Josemaría Escrivá (y por cierto, qué horterada, lo de “Josemaría”, asín, todo junto), ni con Kilo Argüello (y su camino neocatecumenal, una especie de opus pero en pobre, que digo yo que ya que te pones, lo haces a lo grande, y con dinerito, como en "la obra"). Es más, ni siquiera tengo nada que ver con los jesuitas más progres o con ese arzobispo de Sevilla, Carlos Amigo Vallejo, que tan bien me cae y que se ha negado a participar en esas grotescas manifestaciones antimariquitas.
No, si he de pertenecer a algo, la iglesia a la que yo pertenezco no es esa, y por eso no puedo, ni debo, si sigo mis principios, colaborar desde dentro para cambiarla y mejorarla. Mi deber no es trabajar para hacer una iglesia mejor, mi deber, en conciencia, debería ser luchar para destruir esa Iglesia representada por el Vaticano, y que tiene una sede en cada una de nuestras ciudades, de nuestros barrios. Sí, sé que hay curas, en la base, que trabajan por la causa, y por eso no seré yo quien salte, pero hasta esos curas forman parte de una pirámide cuya cúpula es Ratzinger; forman parte del sistema, de un sistema que constituye una amenaza para mi dignidad y la dignidad de millones de personas. Su adscripción a ese sistema, por muy bien que me caigan, los hace ser parte del enemigo.
Pero claro, la próxima vez que unos amigos se casen por la iglesia, a ver quién es el guapo que se niega a entrar en la misa…
viernes, 4 de enero de 2008
Grandezas de lo políticamente correcto
Fue en Venecia, en un cartel a lo largo de uno de los puentes del Gran Canal, donde vi hace años aquella frase: el arte moderno no tiene por qué ser feo para ser bueno. No recuerdo de quién era, pero creo que sentencias como éstas, en contra de los dogmas, no vienen mal de vez en cuando.
Yo de arte no sé, pero de series de televisión algo más, y hoy en día, con series como Los Soprano, A dos metros bajo tierra, Sexo en Nueva York, o las más recientes Dexter, Gossip Girl, Shark o Damages, se podría decir, paralelamente, que una serie de televisión no tiene por qué ser políticamente incorrecta para ser buena. Me explico: no es que estas series sean malas, todo lo contrario, algunas de ellas hasta son de mis favoritas. Son series que cruzan barreras morales, a veces perversas, y que en un principio han supuesto un soplo de aire fresco para la televisión, que siempre ha apestado a moralina de usar y tirar.
(Se me olvida avisar que hablo estrictamente de televisión americana; si alguien espera que hable aquí de Los Serrano o de Escenas de matrimonio, que se busque otro blog más cañí).
Sigo. El problema es cuando todas las series se apuntan a la moda esa del soplo de aire fresco. Y terminan todas teniendo protagonistas amorales con los que ya no hay quien se identifique (Kubelick, que trabaja en el medio, fue la que me puso en la pista de esto). Y así, el soplo de aire fresco termina siendo precisamente lo contrario.
Pero claro, a estas alturas del partido, siendo ya como somos todos unos posmodernos que no nos aguantamos ni nosotros mismos, ¿podemos encontrar una buena historia cargada de buenos sentimientos? ¿Es el buen rollito compatible con la calidad, con la capacidad de hacernos pensar?
La respuesta es que sí, y el ejemplo es la mejor serie que jamás podrás echarte a la cara, chaval: Doctor en Alaska.
Historia, filosofía, psicoanálisis, literatura, teoría del cine, deconstructivismo, teología y macarradas oníricas, todo ello bañado de buenos sentimientos, es lo que tiene esta serie de los años noventa sobre un médico judío de Nueva York, urbanita hasta el extremo, que se ve obligado a pasar cinco años de su vida en ese maravilloso culo del mundo llamado Cicely, Alaska. Un incómodo Joel Fleischman que nunca logrará adaptarse a ese buen rollito representado por un sinfín de freaks a cada cual más entrañable. Una gozada, tanto para la cabeza como para el corazón, desde el primer hasta el último capítulo.
Y para muestra, un botón:
jueves, 3 de enero de 2008
El profesor del deseo
No, no hablo de mí, sino del libro que acabo de leer, de Philip Roth. Ahí va, tal como le he contado a Pepa:
Llevaba todas las navidades atascado con La busca de Baroja y La isla del tesoro y era incapaz de terminarlos. El primero, por el rollo bajosfondosrealismosucio que es que no puedo, y el segundo por las aventuritas de piratas, que tampoco. Así que cuando volví a Madrid, el otro día, me fui a la Casa del Libro, busqué la R en la estantería de novela extranjera y entre Zuckerman encadenado, La conjura contra América y uno del que no había ni escuchado hablar, cogí el tercero. El profesor del deseo, con no sé si un melocotón o una manzana en la portada (¿por qué esta fruta es un símbolo sexual? ¿por Adán y Eva o porque parece un culo?).
Y a lo que iba, no sé si me ha gustado o no, pero me lo he trincado en dos días. Fuera Baroja, fuera Stevenson, fuera todo ese rollo de clásicos juveniles que no me gustaron ni de adolescente (la colección completa de Julio Verne sigue en mi cuarto de Sevilla, muerta de risa). Este rollito judeoamericano sí que me pone. Además, que son los referentes que ya tengo (por David Leavitt y Michael Chabon) y que siempre son los mismos: son novelas sobre escritores o profesores (rollito metaliterario), con las que aprendí el significado de la palabra "galeradas" (que jamás he visto en otros contextos); con mucha obsesión sexual (homo o hetero, no importa) y con protas bastante cínicos, egoístas y despreciables (Como el de Ángeles en América, estos judíos son totales, aunque miedo me daría tener uno como amigo), sin que les importe confesar todas sus vilezas (algo que un católico no hace ni muerto, pa eso está el cura, en el calor del confesionario). Ah, y se me olvida, casi siempre hay una madre que se muere de cáncer.
Pues eso, que el profesor del deseo este es un tío petardo, un tan David Kepesh al que en el fondo sólo le gustan las guarrerías en la cama y buscarse la ruina con un rollo muy autodestructivo. Hay escenas del libro que me han escandalizado un poquito, porque yo esto del sexo en los libros no lo llevo muy bien. Una peli porno, vale, pero el porno literario me hace sentir como culpable. Será el rollo clandestino que tiene la lectura; eso de estar leyendo, en el metro, en presencia de un montón de gente, las más perversas guarrerías, sin que nadie se inmute, es raro. Y este Roth es perverso, vaya si lo es. En las críticas de Internet dicen que es posmoderno, que digo yo que viene a ser lo mismo.
El tío llena el libro de referentes literarios, sobre todo con Chejov, al que no tengo el gusto. Pero de pronto, en Venecia, para describir las góndolas, acude a Mann y yo pienso, ¡ésa me la sé, ésa me la sé! ¡La muerte en Venecia!. Y uno se siente como menos gañán.
Eso sí, a este tronco le gusta una subordinada cosa fina, sobre todo las adjetivas, hasta el punto de que cuando ya ha soltado la parrafada entre guiones, se apiada del lector y repite el antecedente. ¡Esto lo hace muchísimo!
Una última cosa: a lo largo de la novela se repite la expresión "ni que decir tiene" como veinte veces (bueno, a lo mejor menos) y me ha rayado bastante. No sé qué expresión será en el original (¿needless to say?) pero me raya en un escritor de tan alto nivel el abuso de esta coloquialidad que tampoco aporta mucho. A lo mejor hay que echarle las culpas al traductor, no sé.
Bueno, pues eso, que me ha gustado, pero nada más terminarlo me he cogido El amor en los tiempos del cólera, a ver si así me desintoxico y vuelvo a creer en el amor, porque después de tanto cinismo uno se queda un poco KO. Desde mi adolescencia que no leía a americanos (La casa de los espíritus, Cien años de soledad…) y me está encantado el reencuentro, porque el cabrón de García Márquez escribe como Dios. Y eso que reconozco que el realismo mágico, con su ausencia se diálogos, también satura…
El rollito judío
Uno, cuando es mayor, y analiza sus propios gustos, se da cuenta de que muchos son aprendidos, de que uno no es tan original ni tan innovador. La insaciable obsesión con Nueva York, por ejemplo, viene directamente por vía materna. Y precisamente este verano, precisamente con mi madre, y precisamente en Nueva York, nos salimos del típico circuito turístico para acercarnos al Jewish Museum, ahí en el Upper East Side. Pues bien, fue genial: aparte de que el museo es un puntazo (gracias, Raúl y Teresa, por el consejo y las entradas), el verdadero puntazo fue que, allí, con mi madre, no tuve lugar en ninguna de las salas a traducir lo que ponía en los carteles. Antes de que me diera tiempo, era mi propia madre la que me contaba qué eran, cómo eran y de dónde provenían cada uno de los objetos, cada una de las piezas, cada uno de los mapas. Se lo sabía todo, la tía. Le apasiona el tema.
En mi caso, la herencia directa de mi madre no se ha traducido tanto en la pasión por lo histórico, sino que el rollito judío, y más bien judeoamericano, ha sido para mí un referente continuo. Y no hablo sólo de Woody Allen o Barbra Streisand (que también); ellos son sólo la punta del iceberg.
Dos años antes de este verano, la primera vez que fui a Nueva York, recuerdo que no me podía quedar sin ir a Katz’s, donde Meg Ryan fingió su famoso orgasmo en Cuando Harry encontró a Sally. Y cuál fue mi sorpresa al ver que el local es un mítico deli judío. Me puse tibio de pastrami con pepinillos (¡por fin supe qué era el pastrami!: en realidad una especie de carne mechada, pero ¿quién quiere cargarse los mitos, que tan felices nos hacen?).
Hay más. De niño, seguí embobado las investigaciones de Melanie Griffith en Una extraña entre nosotros, o a la Streisand afinando garganta en Yentl. De mayor, me sofistiqué un poco más con autores como David Leavitt y Michael Chabon (especialmente el primero), y ahora me he reafirmado en esos referentes con la lectura de El profesor del deseo, de Philip Roth (aconsejado por mi profe de literatura, y de paso, aprovecho para contar cómo me ha sorprendido que esa Pepa que tanto nos habló de Lorca y Juan Ramón y todos los eternos castizos, ahora resulta que ama también el rollito anglosajón: ¡toda una ecléctica, y yo sin saberlo!). Pero sigo con los referentes literarios: atrás quedó ese Éxodo que tanto me recomiendan mi madre y mi hermana –y que siempre, a lo largo de mi infancia, vi en una de las prolijas estanterías de mi casa junto a Oh, Jerusalem y una Historia del Judaísmo, entre otros–, pero todo llegará.
En cine, podría hablar de esas pelis sobre el holocausto que el lobby judío americano produce cada año y que para colmo, son buenas, porque éstos se lo montan muy bien; pero el tema del holocausto me saturó casi desde el principio. No es el sufrimiento judío lo que me cautiva, sino otro tipo de grandezas y miserias. Flipé con Caminar sobre las aguas, de Eytan Fox, y hace justo ahora exactamente dos años, la madrugada de Reyes, me tragué del tirón esa maravilla llamada Angels in America, una producción de la HBO de 6 horas dirigida por Mike Nichols y con un montón de actores alucinantes (tanto los conocidos como los desconocidos). Desde que vi esta serie escrita por Tony Kushner, la fuente de Bethesda, en Central Park, ha pasado a formar parte también de mi imaginario particular.
En materia política, soy un simplista y desconozco toda la trama judeo-palestina. Pero a grandes rasgos, la creación del estado de Israel me parece la gran cagada del siglo XX, y si me tengo que posicionar, apoyo a los palestinos. Pero antes de morir tengo que poner mis pies en Jerusalén, darme un garbeo por Tel Aviv y bañarme en el mar muerto. Porque también me apasiona ese país desquiciante que nunca debió existir. Qué le voy a hacer.