sábado, 1 de marzo de 2008

(Re)descubriendo a Rubén


No hay nada como comentar un poema en clase con los chavales para desentrañar los misterios de la poesía. Me di cuenta el año pasado, que me estrené como profesor de literatura, en un segundo de la ESO y con el Romance de la pena negra, cuando fue una niña gitana de quince años la que me dio todas las claves para entender la pena de Soledad Montoya.

Ahora me ha pasado con Darío. El modernista no era para mí más que una amalgama de referentes sacros y paganos, exóticos y decadentes; un poeta de la forma con una sonoridad hueca que nunca me transmitió más que eso. Pero claro, llegó la hora de enseñarles ese Darío a los chavales y la cosa cambió. Con el poema Yo persigo una forma aproveché para analizar todos esos tópicos modernistas. Y comentando, verso a verso, llegamos a ese último “cuello del gran cisne blanco que me interroga” y la chispa saltó. No es tan superficial este hombre: en un soneto en el que sólo habla de formas y colores y sonidos, de alcanzar esa rosa de la perfección, en el último verso va y nos cuela esa interrogación apabullante.

Al día siguiente, leímos la Sonatina. Qué capricho de princesa, qué superficial. Hasta que llegamos al final y aparece esa Muerte con mayúsculas. Y sí, es verdad, lo que aparece es un príncipe “vencedor de la Muerte, a encenderle los labios con su beso de amor”. Todo es muy optimista, pero Darío no se ahorra esa mención a la Muerte con mayúsculas.

Y claro, la chispa se ha encendido, la pasión ya está ahí. Yo, que tanto me cuesta entrar en los mundos poéticos, que soy incapaz de decidir si un poema me gusta con una sola lectura (y lo mismo me pasa con la música), ya he roto otra barrera más. Acercarme a Rubén ya no será nunca más como ese “abrazo imposible de la Venus de Milo”.

Os dejo con la Sinfonía en Gris Mayor, esa estupenda siesta del trópico al óleo que bien puede parecer una nadería, pero que es toda una virtuosidad de ritmos y tonalidades. Me encanta lo de “Es viejo ese lobo”:

El mar como un vasto cristal azogado
refleja la lámina de un cielo de zinc;
lejanas bandadas de pájaros manchan
el fondo bruñido de pálido gris.

El sol como un vidrio redondo y opaco
con paso de enfermo camina al cenit;
el viento marino descansa en la sombra
teniendo de almohada su negro clarín.

Las ondas que mueven su vientre de plomo
debajo del muelle parecen gemir.
Sentado en un cable, fumando su pipa,
está un marinero pensando en las playas
de un vago, lejano, brumoso país.

Es viejo ese lobo. Tostaron su cara
los rayos de fuego del sol del Brasil;
los recios tifones del mar de la China
le han visto bebiendo su frasco de gin.

La espuma impregnada de yodo y salitre
ha tiempo conoce su roja nariz,
sus crespos cabellos, sus bíceps de atleta,
su gorra de lona, su blusa de dril.

En medio del humo que forma el tabaco
ve el viejo el lejano, brumoso país,
adonde una tarde caliente y dorada
tendidas las velas partió el bergantín...

La siesta del trópico. El lobo se aduerme.
Ya todo lo envuelve la gama del gris.
Parece que un suave y enorme esfumino
del curvo horizonte borrara el confín.

La siesta del trópico. La vieja cigarra
ensaya su ronca guitarra senil,
y el grillo preludia un solo monótono
en la única cuerda que está en su violín.

Rubén Darío, 1891

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