Alba es pequeña, peluda, suave. Apenas tres kilos de nervios, pero toneladas de aires de princesa. Le toco el hocico -blando, húmedo, rugoso- y se lo vuelve a mojar, molesta, con la lengua. Como Platero, "sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro".
Por la noche, enroscada junto a mi cama, sueña. Sueña, imagino yo, con las eternas cuevas de las minas de Yorshire de sus ancestros. Recorre túneles oscuros, buscando ratonzuelos. A veces, esas cuevas sin luz se tornan pesadilla. Alba tiene espasmos: me despierta. Saco la mano de la manta y la acerco a su lomo, a su cabeza dorada. La acaricio tibiamente, y ella se remueve y se calma. Suspira y sigue durmiendo.
Come cuanto le doy, y todo lo que le dan los demás. Trota alrededor de la mesa, expectante. Pero sólo sabe digerir sus croquetas. Lo demás, pobre, lo vomita. Engulle como si la vida se le fuera en ello. Se atraganta, pero no deja de engullir. Se crió en una perrera y sigue pensando en cientos de rivales al acecho, dispuestos a quitarle el exquisito bocado.
Cuando llegó a la casa, con dos años, me contaron que andaba desgreñada y furtiva. Ahora tiene quince, pero aún camina como una princesa. Después de enfrentarse a los perros más grandes (los chicos no le interesan), alza la cabecita orgullosa, como si no hubiera hecho falta que su dueño tirara de la correa, la alzara al vuelo y la pusiera a buen recaudo, en su pecho.
Alba no ladra. Qué vulgaridad, piensa. Cuando quiere llamar la atención sólo estornuda. Lo hace con fruición, una y otra vez. Nosotros nos reímos y ella se queda mirando, impertérrita. La subimos al sofá y entonces alza su cabecita triunfante de "aquí estoy yo", justo antes de recostarse junto a mí. Busca mi brazo y se pone manos a la obra. Saca la lengua y empieza a chupar. Yo la dejo y pienso, sólo es el brazo. A la media hora tengo que ir al baño a frotarme con agua y jabón, pero no me importa.
Alba sólo ladra, como un resorte, al grito de "¿Vamos a la calle?". Me han dicho que ahora, a veces, ya no quiere salir. Albita está vieja, cansada. Se resiste a moverse. Pero yo sigo pensando en ese momento en el que le gritaba y ella se ponía a ladrar y a estornudar y a claquetear en el suelo, histérica de puro disfrute:
-¡Alba! ¿Vamos a la calle?
Y en mi cabeza, le sigo poniendo su correa roja mientras me mira con sus ojos negros. Y ella sigue corriendo y oliendo cada rincón, ansiando pisar la calle.
domingo, 28 de junio de 2009
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1 comentario:
Que bonito, gracias por regalarle este gran poema. Gracias!
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