domingo, 14 de junio de 2009

Fabulosos destinos / La grandeza del buen rollito

Cuando hace años tanto la francesa Amélie como la argentina El hijo de la novia fueron nominadas al Oscar a la mejor película extranjera, el debate en España se posicionó a favor de la película argentina. Yo había visto las dos pelis y siempre defendí la francesa. ¿Por qué? Pues porque aunque la argentina fuera un melodrama modélico y en suma una peli preciosa, a mí me parecía que no añadía nada nuevo. Le fabuleux destin d'Amélie Poulain, sin embargo, era un festival continuo para los ojos y para la mente. Todo en ella era nuevo: la protagonista, la forma de actuar de los personajes, la dirección de Jean Pierre Jeunet, la historia en sí...

Lo gracioso es que a Jeunet no le había hecho falta contar nada especialmente grande: lo nuevo estaba en la singular óptica que a priori deformaba las cosas más pequeñas y más mundanas. También las más reales. De eso me di cuenta años después, cuando visité París de manera más o menos asidua, y fui al bar brasserie Les deux moulins, que estaba exactamente igual a como salía en la película. O cuando en el metro, en los autobuses o en la calle, me crucé con todas esas amélies anónimas que estaban por todas partes en la ciudad.

Entonces me di cuenta de que el valor de la película no estaba tanto en esa creación de un mundo nuevo por parte de Jeunet, sino en saber captar la más pura esencia de lo que ya estaba a través de la poesía y sin caer en el costumbrismo. Como sólo han sabido hacer los grandes genios (y me viene a la mente Lorca y su recreación de la cultura andaluza).

Y claro, todo eso está magnífico, pero cuando años después vuelvo a escuchar los compases de la música de Yann Tiersen (ese Vals de Amélie) y se me ponen los pelos de punta, pienso que no sólo me emociono por ese dominio de la poesía visual de Jeunet, o por esa nueva óptica de la vida, sino porque la historia que cuenta la peli es también puro sentimiento.

Para mí, la secuencia de la peli que mejor resume esa dualidad tan bien resuelta entre envoltorio y contenido, y la que me hace llorar cada vez que veo esta peli, es en la que Amélie conduce al ciego por las calles de París, contándole todo lo que ocurre alrededor. Ahí está la grandeza de Amélie, en la indisolubilidad entre el fondo y la forma. En que no hay uno sin lo otro. En que ese buen rollito kármico que la peli transmite está también en los colores, en los planos cenitales, en los trávelins, en la cara del ciego que de pronto lo ve todo y en los primeros planos de Audrey Tatou, perfecta, inconmensurable.

1 comentario:

sriesco dijo...

No he podido evitar leerme de pe a pa la crítica que has hecho, ya hace tiempo, de mi peli favorita. Y no he podido evitar emocionarme al ver que describes exactamente lo que siento cada vez que la veo y lo que siento cada vez que vuelvo a escuchar a Yann Tiersen. Cuando voy por la calle con mi MP3 (porque yo del 3 aún no he pasado)escuchando su banda sonora me convierto en una nueva Amélie anónima. Y sí, yo también me emocioné cuando, paseando por Monmartre, me encontré por casualidad (?) con esto:
http://www.flickr.com/photos/pedaleaquenollegas/4162271793/