"Vivir en el engaño es fácil, y aún más, es nuestra condición natural, y por eso no debería dolernos tanto".
[...] Todos vivimos parcial, pero permanentemente engañados, o bien engañando, contando sólo parte, ocultando otra parte y nunca las mismas partes a las diferentes personas que nos rodean. Y sin embargo a eso no acabamos de acostumbrarnos, según parece. Y cuando descubrimos que algo no era como lo vivimos -un amor o una amistad, una situación política o una expectativa común y aún nacional- se nos aparece en la vida real ese dilema que tanto puede atormentarnos y que en gran medida es territorio de la ficción: ya no sabemos cómo fue verdaderamente lo que parecía seguro, ya no sabemos cómo vivimos lo que vivimos, si fue lo que creíamos mientras estábamos engañados o si debemos echar eso al saco sin fondo de lo imaginario y tratar de reconstruir nuestros pasos a la luz de la revelación actual y del desengaño. La más completa biografía no está hecha sino de fragmentos irregulares y descoloridos retazos, hasta la propia. Creemos poder contar nuestras vidas de manera más o menos razonada y cabal, y en cuanto empezamos nos damos cuenta de que están pobladas de zonas de sombra, de episodios inexplicados y quizá inexplicables, de opciones no tomadas, de oportunidades desaprovechadas, de elementos que ignoramos porque atañen a los otros, de los que aún es más arduo saberlo todo o saber un poco. El engaño y su descubrimiento nos hacen ver que también el pasado es inestable y movedizo, que ni siquiera lo que parece ya firme y a salvo en él es de una vez ni es para siempre, que lo que fue está también integrado por lo que no fue, y que lo que no fue aún puede ser.
Javier Marías: extracto de su discurso Lo que sucede y no sucede.
La tortuga de Darwin es la prueba de que una buena actuación no salva ni una obra, ni una película, ni una serie. Carmen Machi hace un trabajo espectacular, y lleno de matices. Pero a su alrededor todo era un despropósito. El guión estaba lleno de tópicos y de un surrealismo autocomplaciente y, a estas alturas, trilladísimo. El ritmo era lento lento. Los demás actores parecían dirigidos por su peor enemigo, como si cada uno actuara en su propia obra particular: el clown, el expresionista, el naturalista...
Al final hasta la propia Machi se me hacía pesada. Por muy bien que lo hiciera, semejante tostoncete no había quien lo levantara.
Ahora que parece que va sacar nuevo disco, no está de más reinvindicar a un cantante hortera para muchos, pero que se lo ha currado como ningún otro, y que no por hortera deja de ser sublime y un pedazo de artista, parido en nuestro país y en nuestra televisión pública (en uno de sus pocos momentos de lucidez, todo hay que decirlo, y me refiero a OT). Hablo de David Bisbal, cantante que acudió varias veces al programa de TV en el que yo trabajaba, para actuar y llenar como pocos el escenario del programa, y para aguantar el tipo en entrevistas que rayaron en lo surrealista, dando siempre la talla de un artista de gran calado, sin perder el humor y sin dejar de ser de los más cercanos que yo conocí (y fueron bastantes).
Recuerdo que mi amiga Kubelick reivindicaba la canción Lloraré las penas, de su primer disco, como unos de los mejores productos que se habían creado en la música española de los últimos tiempos. Hortera, claro. Pero como bien decía ella, un producto perfecto si se juzgaba dentro de sus propios parámetros. A mí, sin embargo, y pasando por alto el Dígale(baladón sublime donde los haya), me gustó más el segundo disco de Bisbal. La fórmula estaba mucho más depurada, pero aún conservaba ese soplo de aire fresco del primero. La gira, por ejemplo, fue apoteósica: el concierto al que yo fui, invitado, en Las Ventas, fue choni y delirante hasta la extenuación. No sucedió así en el tercer disco, en el que se nos quiso presentar a un Bisbal mucho más urbano y alternativo, reinventado por Jaume de Laiguana (el del No es lo mismo de Alejandro Sanz), e intentando dejar atrás el rollo de verbena de feria que lo hacía tan auténtico.
De aquel segundo disco, Bulería, me quedo con ese Oye el Boom, segundo single hortera y sublime a partes iguales, con un videoclip descacharrante, pero genial como se han hechos pocos en la industria discográfica española. En esta canción, y en este videoclip, está la mezcla perfecta entre un Bisbal más estilizado y el otro de los gorgoritos flamencoides y las patadas al aire; el de siempre, el más nuestro y el que nunca debió dejar atrás. Porque era eso lo que hacía que no fuera un cantante latino más. Los gorgoritos, el flamenqueo, las patadas al aire (y los rizos) eran una horterada, vale, pero cuando en el tercer disco dejó atrás todo eso (rizos incluidos), perdió la fuerza y también la voz (porque por lo que parece en la tercera gira las pasó canutas con la afonía), y dejó de ser Bisbal. Recuerdo un concierto al que fui de esa tercera gira, la gira Premonición. Al problema de la voz se sumaba la ausencia de bailarinas, y la de los instrumentos de viento en una banda en la que dieron más importancia a las guitarras eléctricas, con proyecciones en las pantallas que parecían de museo de arte contemporáneo. ¿Roquero y urbano? Vamos, por favor, eso no es David Bisbal.
Ahora parece que vuelve con sus rizos, aunque no sé si habrá recuperado la fuerza del principio. ¿Volverá Sansón a sus andadas, horteras y sublimes a partes iguales? Mientras, yo me quedo con ese boom boom boom que hasta tuvo su versión en japonés. Qué delirio...
Lo hortera y lo sublime, en un solo videoclip(tan, tan arriquitáun!!)
Y la versión japonesa, de la mano de un señor llamado Hiromi Go, que por lo visto arrasa en el país del sol naciente (¡no se pierdan el bin bin bin de la segunda parte del estribillo!)
Tengo una perra un poco friki. La recogí de una estupenda asociación animalista, ANAA, hace tres o cuatro meses. Tiene unos dos años, pesa veinticinco kilos y es blanca y negra como una ternera. Buenísima y muda: jamás ha dicho ni palabra, o sea, ni guau. Se ve que, si ladraba, la zurraban. No sé qué pasado lleva mi pobre Carlota a sus espaldas, pero, a juzgar por su comportamiento, ha debido de ser espeluznante. Al principio ni siquiera permitía que te acercaras a ella. Enseguida agachaba las orejas y se escondía en el rincón más remoto de la casa.
Con los días, claro, las cosas han ido a mucho mejor. Ahora no sólo se deja acariciar, sino que, además, cuando llegas a casa suele asomar tímidamente la cabeza como pidiendo que la sobes un poco. Ya no se pasa la vida dando respingos ni se levanta de un asustado brinco cuando pasas junto a ella por casualidad. Duerme en su colchoneta perruna (antes no se atrevía a utilizarla) y en más de una ocasión hasta me ha lamido una mano. Cosa que, como saben bien los amantes de perros, viene a ser como darte un beso. Húmedo y rasposo y un poco asquerosito, pero beso al fin en toda su significación afectuosa.
De modo que, como digo, ha mejorado bastante. Pero resulta que, cuando nos las prometemos más felices, cuando estamos tan tranquilas y tan amigas, de repente Carlota se frikea y vuelve a las andadas asustadizas. Por ejemplo: regresamos de la salida nocturna y reparto golosinas, un ritual que los perros, tan amantes de lo rutinario, nunca perdonan. Y así, le doy una galleta a mi vieja Bruna, una teckel redonda como una albóndiga peluda, que la devora con un raudo golpe de quijada; y luego me dispongo a darle la suya a Carlota, como cada noche, cuando de pronto, sin razón aparente, la pobre arría las orejas, mete la cola entre las piernas y sale pitando aterrorizada, como si en vez de estarle regalando su biscote de siempre le hubiera ofrecido polonio 210. Y ya hemos fastidiado por un montón de días el momento galleta: ahora Carlota tendrá su pequeño ataque de pánico cada vez que intente acercarme a ella con una golosina en la mano. Hasta volver a ganar la suficiente confianza como para coger la comida de mis dedos pueden pasar semanas.
Me pregunto qué cables se le cruzarán en esa pequeña cabeza maltratada cuando reacciona así. Sin duda el daño sufrido en el pasado, y el dolor, siguen teniéndola presa de algún modo y haciéndole confundir las situaciones. El miedo es una herramienta muy útil, un arma, una defensa para los seres vivos; nos permite percibir los peligros y ponerles remedio antes de que sea demasiado tarde. Pero a veces ese miedo se termina convirtiendo en una trampa, en un peligro mayor que lo temido. En realidad los humanos actuamos a menudo igual que mi Carlota: llevamos nuestra biografía a las espaldas como quien acarrea una inmensa piedra, y en ocasiones el peso aplastante de esa roca nos impide levantar la cabeza y contemplar la realidad. Vamos mirando nuestros pies, es decir, rumiando las heridas del pasado, y padecemos una fatal tendencia a cobrarle al presente nuestras deudas añejas.
Quiero decir que los nuevos amigos, los nuevos vecinos, los nuevos compañeros de trabajo, suelen tener que apechugar con el fantasma de lo que otros hicieron. Por ejemplo, a veces le atizamos a alguien una bronca excesiva que no es más que el reflejo de un antiguo berrinche al que no supimos dar salida en su momento. No somos individuos vírgenes en nuestras relaciones con los demás, y estos malentendidos son especialmente agudos con los amantes. Cuántas veces reaccionamos con nuestras parejas (y ellas con nosotros) con desmedida suspicacia o intransigencia. Con un fastidio que en realidad no tiene que ver con él o con ella, sino con el pasado. Cada pareja convive con los ectoplasmas de los antiguos novios, más las viejas cicatrices no curadas y los remotos miedos. No es de extrañar que la convivencia sea tan difícil, con semejante barullo. Miro ahora hacia atrás y me veo actuando demasiadas veces como Carlota, plegando las orejas y reculando cuando en realidad no había necesidad. Los perros enseñan mucho.
El calentón de Fedra/Ana Belén en el último montaje de la obra que se ha hecho en Madrid es un calentón fatal. Fatal como lo son todas las tragedias griegas. Pero para mí también ha sido un calentón total, estupendo e incluso abrumador, porque rayaba en el delirio y porque a mí siempre me han encantado esas relaciones entre maduras interesantes y jóvencitos imberbes. No lo puedo evitar, es algo que me pone. Por eso la primera mitad de la obra ha sido para mí tan total. Cuando la tragedia de verdad se empieza a gestar, perdí algo del interés. Pero el final, en el que Fedra (espléndida Ana Belén) abraza a un Hipólito (viva Fran Perea!) destrozado y sangrante, pero aún (y ya para siempre) en la flor de la vida, ese final, les juro, me sublevó. Y la tragedia es lo de menos; lo que más me excitaba a mí era ese calentón que a Fedra y a Hipólito les persigue hasta en los estertores de la muerte.
Muerte y sexo. Sexo y muerte. Qué serían del uno sin el otro.
Los ménage à trois me han gustado desde siempre. Pero no me refiero a la vida real. Todo empezó con la peli Threesome, y desde entonces cada vez que sé de una peli o de un libro que trata de tríos, allá voy. Me falta, eso sí, Jules et Jim, que parece ser como la semilla original de todo lo que se ha escrito y se ha dirigido después sobre el tema.
Lo último ha sido Castillos de Cartón, de Almudena Grandes, de la que hasta ahora no había leído nada. El libro al principio no me ha gustado, porque el tipo de prosa me parecía demasiado poco sutil, había demasiada disección de los sentimientos. Y eso que dentro del libro estaban todos los ingredientes que yo a priori necesitaba: tres universitarios que se montan su propio mundo a espaldas del mundo real; sexo, arte, drogas, y sentimientos encontrados; peleas y reconciliaciones; verdades a medias, mentiras veladas. Pero todo estaba demasiado bien explicado. Todo estaba anticipado y masticadito, sin permitir al lector darse siquiera el gusto de la sospecha, de conocer a los personajes sin la mediación de un narrador (narradora en este caso, la protagonista), demasiado presente. No sé, la primera persona está, hoy en día, sobrevalorada. Creo que una narración en tercera persona, no ya omnisciente sino sesgada, habría dado más juego. Pero parece que la tercera persona hoy en día sólo vale para bestsellers y novelas de misterio. Las obras con pretensiones, las que reflejan lo más oscuro de la naturaleza humana, tienen que ser en primera persona. No entiendo ese axioma tácito, pero es así.
Sin embargo, el desenlace de la historia estaba muy bien hilvanado, y al final la novela me ha convencido más. Y ha caído en dos días, pues apenas eran 200 páginas. Pero aun así me pregunto: ¿por qué algunos libros que no me apasionan me cuestan mucho menos trabajo que otros que sí me remueven mucho más por dentro?
Viendo Ágora he tenido la sensación de estar viendo una peli muy pequeñita y una peli muy grande a la vez.
Pequeñita por sutil e íntima, por saber dar en el detalle, por tocar la fibra sensible en cada plano sin necesidad de ser repetitivo. Pequeña también por diferente, porque aunque en apariencia se presente como un peplum de gran presupuesto, en realidad los planteamientos y el resultado no se pueden alejar más de lo hasta ahora establecido en el género.
Grande por su ritmo, porque Alejandro Amenábar sabe colocar la cámara como pocos directores de hoy. Por esos planos extraños y a la vez elegantes, magistrales sin caer en la grandilocuencia vacua. Grande por Rachel Weisz. Su mera presencia hace que te emocione plano a plano. Su mirada, su boca, su blanca piel, sus brazos torneados y ese pie que Davus, el esclavo, se atreve a tocar mientras ella duerme, en una de las escenas más alucinantes de toda la cinta.
Lo de la Weisz es muy fuerte. No sólo es una actriz como la copa de un pino. No sólo se come la pantalla en cada peli que hace (sea del tipo que sea: desde El Jardinero fiel hasta La momia). Sino que además sale mucho más guapa en las fotos sin retocar que en las de promoción. No digo yo que al chat de El país haya ido con la cara lavada, no. Va maquillada y arregladita. Pero igual de maquillada y arreglada que podría ir cualquier hija de vecina.
Teresa Forcades es una monja benedictina de Cataluña. Es médico, especialista en Medicina Interna y doctora en Salud Pública. También es feminista, y en relación al aborto ha llegado a afirmar, que "es Dios quien ha puesto al feto en la madre, y por tanto es la madre la que debe decidir", que el aborto "no es un crimen como lo es asesinar a otra persona, porque el feto no es otra vida sino que forma parte de la madre, con quien tiene una relación única y singular".
Ahora ha hablado de la gripe A. Y lo que cuenta, como poco, me parece bastante interesante. Ahí va el primer vídeo. Y les aviso de que es casi una hora de grabación. Esta mujer se niega a caer en el populismo o en la anécdota fácil (como yo sí he hecho en el primer párrafo de este post, jeje), y por eso hay que tener paciencia y escuchar toda la explicación. Que conste que yo en principio no estoy ni en contra ni a favor de lo que dice, sino que me parece un buen punto de partida para investigar y ser un poquito más críticos con el tema. Porque no digo que haya conspiración, pero lo de la gripe A ya empieza a oler a chamusquina.
Aunque sólo sea porque hasta en la Plaza de Oriente tenemos a esos brasileiros, bandera en mano, celebrando la victoria. Porque en Madrid cabe de todo.
Y después de ver a Pelé, llorando, que quieren que les diga. Ya era hora de que las Olimpiadas fueran a Sudamérica. Se lo merecen.
La isla bajo el mar tarda en coger fuerza. No es hasta el ecuador de la novela que Isabel Allende le insufla verdadera fuerza a la historia, esa fuerza a la altura de la de sus mejores libros. La historia se llega a poner tan interesante que cuando la Allende le pone el punto y final, te parece apresurado.
Tal vez el problema sea que Isabel Allende ha pretendido escribir un alegato contra la esclavitud, y que sin embargo la cosa ha devenido, de nuevo, una saga familiar en toda regla. La primera parte de la novela, la del alegato, es más que correcta. La segunda parte, cuando empiezan los verdaderos encuentros y desencuentros, las coincidencias y los avatares del destino, ya tan míticamente allendianos, la cosa se vuelve sublime. Y de pronto, zas, el final.
¿O será que ya tiene preparada una segunda parte? De ser así, este final estaría justificado, pero creo que sólo en parte. De qué sirve quedarse con las ganas si después de un año, dos, o tres, de espera, ya ni te acuerdas de eso, de que te quedaste con las ganas.