Años de recomendaciones, primero de Kubelick, luego de Pepa, y por último de Mariola, no habían hecho mella en mí. Pero cuando fue una alumna de 2º de la ESO la que hace poco me recomendó a Jane Austen, supe que no podía posponerla más. Esa misma tarde, después del instituto, me fui a la Casa del Libro, comparé entre varias traducciones, y me llevé Orgullo y prejuicio a casa.
Toda mi vida pensando que el origen de las comedias románticas que más me gustan estaba en Historias de Philadelphia, y ahora, al terminarme el libro, me doy cuenta de que el germen y la chispa original no estaba en el cine, sino en la literatura inglesa de más de un siglo antes.
Lo que al principio más me ha sorprendido de la Austen es el increíble ritmo con el que comienza la historia. No me he encontrado ni las descripciones ni las reflexiones filosóficas que me esperaba, al estilo de las de La Regenta (por comparar con un español). Será literatura decimonónica, pero la cosa va mucho más rápido y tiene mucho más suspense que muchas narraciones actuales.
No quiero decir con esto que a la novela no le falte una tesis. Claro que la hay, pero la Austen es inteligente y sutil como pocos, y no pierde el tiempo con reflexiones panfletarias. La crítica social y la ironía están ahí, pero no por eso tiene que sacrificar la historia ni ser corrosiva. Austen es más inteligente que todo eso, precisamente porque no tiene necesidad de aparentar esa superior inteligencia. Y además es generosa, porque nunca quiere quedar por encima de sus personajes, sino que les tiene un profundo respeto. Todas las virtudes se las cede a Elizabeth y a Darcy, geniales como pocos personajes de la literatura, y sin necesidad de ser unos excéntricos.
Eso sí, la sutilidad no le impide a Jane Austen soltar alguna alguna que otra verdad sobre la sociedad en la que vive, de esas que que quedan dichas para los que quieran entender. Cuando en el capítulo XXII habla de la boda de Charlotte con el ridículo Collins (compromiso que deja estupefacta a la propia protagonista, Elizabeth), el pasaje es de un patetismo revelador:
[...] Toda la familia se regocijó muchísimo por la noticia. Las hijas menores tenían la esperanza de ser presentadas en sociedad un año o dos antes de lo que lo habrían hecho de no ser por esta circunstancia. Los hijos se vieron libres del temor de que Charlotte se quedase soltera. Charlotte estaba tranquila. Había ganado la partida y tenía tiempo para considerarlo. Sus reflexiones eran en general satisfactorias. A decir verdad, Collins no era ni inteligente ni simpático, su compañía era pesada y su cariño por ella debía de ser imaginario. Pero, al fin y al cabo, sería su marido. A pesar de que Charlotte no tenía una gran opinión de los hombres ni del matrimonio, siempre lo había ambicionado porque era la única colocación honrosa para una joven bien educada y de fortuna escasa, y, aunque no se pudiese asegurar que fuese una fuente de felicidad, siempre sería el más grato recurso contra la necesidad. Este recurso era lo que acababa de conseguir, ya que a los veintisiete años de edad, sin haber sido nunca bonita, era una verdadera suerte para ella.
Pues ahí queda. Y el que quiera entender, que entienda.
***
Y aun así, es gracioso que una novela escrita con esa supuesta mesura emocione tanto. Austen huye de las salidas de tono románticas de la época, y sin embargo a uno, como lector, le da un vuelco el corazón casi en cada página de la novela. Y llama también la atención que, huyendo de ese romanticismo mal entendido, Austen sea el germen de todo lo que posteriormente, en cine y literatura, se ha entendido por romántico: los malos entendidos, los encuentros y desencuentros, el odio y el desprecio que llevan al amor y esos finales felices que le dejan a uno con tan buen sabor de boca, y con la esperanza de que un amor como el de Lizzy y Darcy es posible.
viernes, 2 de abril de 2010
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