En los tres o cuatro últimos años he ido al teatro con bastante asiduidad, y me he encontrado de todo. Desde tostones infumables a obras que me han emocionado más de lo que yo nunca creí que sería posible en el teatro. Soy hijo de una generación que se emociona más con el cine, no lo puedo evitar. Por eso con el teatro me suele costar. La cosa es que los montajes que más me han emocionado no eran, irónicamente, las de los textos actuales, sino las de los clásicos. Especialmente me ha pasado con
Shakespeare, y con algún
clásico español (aunque menos). Qué gracia, que como hijo del cine y de las nuevas tecnologías haya sido más capaz de implicarme con Hamlet o con el Tenorio que con las obras más innovadoras. Pero claro, es que hay una razón. Esos clásicos son obras que están bien escritas, mientras que entre los textos actuales hay mucha morralla, que además para colmo suele ser autocomplaciente. Shakespeare, por ejemplo, de autocomplaciente no tiene nada. La historia, el ritmo, los personajes, eso es lo que importa. Y si hay mensaje, si hay filosofía, también. Pero todo eso, sin historia, se convierte en una paja mental.
Y de ahí llegamos a
Glorious, la peor cantante del mundo, dirigida por
Yllana. Y lanzo un aviso para navegantes: en ella participa mi hermana. Es además un texto actual, de
Peter Quilter. Pero me encantó. Cuando la fui a ver, al preestreno en Torrejón de Ardoz, hace unas semanas, me dije: qué bien que sea tan buena obra, porque por muchas veces que la vaya a ver (familia obliga) no me voy a aburrir. Voy a disfrutar, voy a reír, voy a llorar, como con las buenas pelis, ésas que me he tragado tantas veces. Diréis: claro, porque está su hermana. Pues no, mi hermana es sólo una secundaria en el montaje, que por otro lado se luce interpretando tres papeles a la vez muy distintos entre sí. Pero eso no haría que yo disfrutara la obra si fuera aburrida. Me la tragaría las mismas veces, vale, y disfrutaría viendo a mi hermana en escena, pero no con la obra.
No es ése el caso. Este Glorious es una gozada. Una obra sin trascendencias, pero divertidísima y emocionante a partes iguales. ¿Y por qué? Pues porque es una obra bien escrita. Se nota que el texto es de un anglosajón, a los que tan bien se les da escribir obras con ritmo, y sin complejos a la hora de apropiarse de modos cinematográficos para enriquecer el texto. Sin ir más lejos, la obra es un biopic, con ecos hollywoodienses, de Florence Foster Jenkins, una cantante real, que existió y que dio mucho que hablar en el Nueva York de los años 40. Una especie de Don Quijote asesina de las notas que gracias a sus estridencias llegó a llenar el mismísimo Carnegie Hall. Para muchos, fue quizá la primera artista que, cantando mal, llegó a arrasar y a provocar furor. Hoy en día estamos acostumbrados a eso, claro, y nadie se extraña de que los artistas más absurdos y los cantantes menos ortodoxos arrasen. Pero Florence fue la primera, y esta obra es un homenaje a ella y a esa sociedad de los años 40 en la que recién se estrenaba la cultura de masas y sus más diletantes fenómenos.
A lo que iba. La obra está bien escrita. Destila cine y music hall (y también bourbon) por los cuatro costados. Tiene ritmo,y eso que sólo consta de cuatro o cinco escenas. Los diálogos son unos ratos desternillantes y otros de una ironía contenida, mezclando lo sutil y lo tosco con gracia y sin complejos. Y al final parece que en vez de en el teatro, estás en el cine viendo un musical de la época.
A esto, claro, se le suma en el montaje español la elección de los actores. Una Llum Barrera entrañable y en estado de gracia, que insufla vida a su personaje y que es capaz de ir más allá del texto (saliéndose de él incluso), sin perder cada uno de los pies y de las frases que dan ritmo a la obra. Eso, claro, son las tablas. Como partenaire tiene a Ángel Ruiz, haciendo de pianista y de conductor de la historia (en cine sería la voz en off). Un papel que se le ajusta como un traje hecho a medida. Los dos actores, creo yo, deben tener una manera muy distinta de trabajar, ella más instintiva, él más metódico, pero juntos, en escena, destilan una química y una energía impresionantes. Porque así son también sus respectivos personajes: la ingenuidad frente al cinismo. Y en tercer lugar, mi hermana, Alejandra Jiménez-Cascón, a la que ya saben que adoro y sobre la que no me voy a explayar para que no digan que esta crítica no es imparcial.
En definitiva, que estaría bien que en el teatro se dejaran caer más obras como éstas, bien escritas, bien actuadas, que dejen buen sabor de boca y hasta alguna lagrimilla furtiva. Y sin esa horrible pátina de falsa trascendencia que tanto hay en los textos actuales.
Ahora está en Málaga. Luego Valladolid. Y la gira por España continúa. Si pueden, vayan a verla. Y cuando llegue a Madrid, ya les aviso. De momento, os dejo con la música "enlatada" de Florence Foster Jenkins, porque la japuta cantaba mal como ella sola, pero no por eso se quedó con las ganas de grabar sus discos.
La reina de la noche, de Mozart, en versión Florence: